Estas notas sobre el Estado parten de un hecho histórico: ahí está, vencido e inane ante nosotros, el concepto liberal-burgués del Estado, vigente en Europa como avanzada revolucionaria, es decir, como meta ilusionadora de pueblos, todo un larguísimo siglo de vida política.
Así, pues, esta convicción moderna, actual, de que son inservibles y absurdas las bases que informaban las instituciones políticas superiores de los grandes pueblos, nos sitúa en presencia de una formidable época subversiva. Se han desplomado las supuestas gruesas columnas que desde la Revolución francesa sostenían el mito de la eficacia y del progreso revolucionarios.
Hasta aquí, todos hemos vivido aceptando como normas para comprender el Estado, la existencia y vigencia del Estado, unas ideas cuya trayectoria precisa derivaba de los momentos mismos en que se incubaron el Estado liberal, la política constitucional moderna y el parlamentarismo. El Estado apareció entonces como un utensilio, una mera forma, un marco donde encuadrar la actividad nacional de un pueblo con objeto de lograr un funcionamiento cómodo. Estaba entonces presente un tipo de hombre, el burgués, que una vez rotas las vigencias tradicionales, los imperativos que la historia y el alma misma de cada pueblo imprimían a su futuro, se encargó de propagar un nuevo concepto de las instituciones públicas. Es el que ha permanecido hasta los aledaños de nuestra propia época, para convertirse ahora en el verdadero peso muerto, retardatario, que hoy cruje ante el vigor, la disciplina y el optimismo nacional, uniformado y rígido, de los nuevos jerarcas europeos.
El Estado liberal se asienta sobre una desconfianza y proclama una primacía monstruosa. Sus partidarios, los burgueses, buscaban instituciones para su servicio, preferían las que les permitiesen realizar mejor sus propios y peculiares intereses, ignorando desde luego, o señalándolos como secundarios, los que podemos denominar con pureza fines e intereses nacionales. Así el Estado, repito, venía a ser un mero utensilio, sin ligazón fundamental a nada que trascendiese al afán individualista de los supuestos ciudadanos. Todas las libertades frente al Estado eran, pues, lícitas, por lo menos de un modo teórico, ya que el Estado mismo era modificable, revisable en su más honda entraña, a cualquier hora del día parlamentario, sin sujeción ni respeto a compromisos tradicionales, incluso los sellados con la sangre, el heroísmo, la grandeza y el genio creador del propio pueblo en los siglos y años precedentes.
Nace el Estado liberal cuando triunfaba en Europa la cultura «racionalista». Una Constitución es, ante todo, un producto racional, que se nutre de ese peculiar optimismo que caracteriza a todo racionalista: el de estar seguro de la eficacia y el dominio, sobre toda realidad posible, de los productos legislativos de su mente. Y es que la vida nacional, el genio nacional, la auténtica vibración de los pueblos, era desconocida, ignorada, y se legislaba, se especulaba sobre el hombre, así en abstracto, sobre el individuo, y lo «nacional» –esta palabra sí circuló en tales períodos políticos, pero ahora veremos en qué erróneo sentido– era cuando más la totalidad, el grupo social, cosa de números, lo que luego se llamaría en la lucha de grupos y partidos la mayoría.
Y si el Estado era tan sólo un utensilio, pudo concebirse la posibilidad de montar algo así como una fábrica de tales objetos, de artefactos constitucionales, materia de exportación para los pueblos cuyo «atraso o mediocridad revolucionaria» impidiesen construirlos o realizarlos por sí. Todo el mundo sabe que el moralista inglés Bentham se prestaba de muy buena gana a hacer Constituciones de encargo, con destino a pueblos de las más varias latitudes.
La primera consecuencia de todo esto, el efecto inmediato y seguro del Estado liberal-parlamentario fue entregar a los grupos y partidos políticos la tarea de marcar en «cada hora» la ruta que seguir; y el hacer del Estado y de la vida nacional objeto de botín transitorio, sin fidelidad esencial a nada, originó todas las miserias políticas, todas las pugnas vergonzosas, todos los injuriosos atropellos sobre el cuerpo y el alma del genio nacional que pueden seguirse fácilmente en cualquier período de cualquier pueblo donde haya regido un Estado liberal-parlamentario.
En el último tercio del siglo XIX algo vino a perturbar la fácil y simple ideología política que informaba al Estado liberal. Fue el acontecimiento marxista, la presencia del marxismo. Con una nueva consigna revolucionaria y al hombro de un tipo humano totalmente distinto del que impulsó y realizó la Revolución francesa. El marxismo alumbró para el proletariado unas metas revolucionarias diferentes. Apartó a los obreros de las ideas de la burguesía liberal en cuanto a los fines, y sobre todo –lo que interesa destacar en estas notas rápidas que ahora hacemos– los hizo insolidarios, esto es, los orientó en una táctica política que dio en tierra con los artilugios liberales. Pues el marxismo proclamó la lucha de clases e introdujo la violencia en los pacíficos medios constitucionales que el Estado liberal presentaba precisamente como su mayor gloria: la tolerancia, la solidaridad de la discusión, la inclinación respetuosa ante la opinión de la mayoría, el compromiso de la lucha electoral como único camino para las disidencias, etc., etc. Todo este equilibrio mediocre es lo que hizo temblar el marxismo con su sola presencia. Los partidos obreros marxistas iban, sí, a las elecciones, pero no borraban de su encabezamiento la denominación de revolucionarios, no renunciaban a la actuación violenta, a la imposición coactiva de sus masas, burlando así la doctrina liberal ortodoxa, a la que se acogían sin embargo cuando les resultaba conveniente.
Durante la vigencia del Estado liberal, el marxismo era, pues, un luchador con ventaja. Y así resulta que terminó casi por imponerse. Ponía a su servicio todos los medios legales que la candidez liberal-parlamentaria proporcionaba a sus propagandas antinacionales, y además contaba con la eficacia rotunda que corresponde a todo partido que posee fachada y modos revolucionarios, que predica la subversión violenta para alumbrar «un mundo nuevo donde no haya injusticias ni dolores». He aquí el juego con ventaja del marxismo en su pugna con los demás grupos que practiquen en un Estado liberal, con un poco de sinceridad, sus convicciones y propagandas, o los que se recluyen en la farsa que emana de una red de caciques y de argucias abogadescas, o también los que utilicen una violencia transitoria sin raíz de ideales ni justificación ante la Patria. De todo esto, contra todo esto, el marxismo apareció invulnerable. Así aconteció que al filo de la guerra se impuso en Rusia y canalizó tales agitaciones e impulsos subversivos en otros pueblos, que su culminación produjo la presencia en escena de una nueva eficacia, de una táctica, de una resurrección del genio nacional de un pueblo, de un nuevo Estado, en fin, de tal cariz histórico, que tiene derecho a la máxima atención universal. Aludimos al fascismo italiano, hoy –en 1933– ya casi triunfante en su afán de alumbrar instituciones políticas nuevas. Entre ellas, al frente de ellas, el Estado fascista.
Ya no es, pues, para nosotros el Estado lo que era y representaba para la sociedad liberal-burguesa de nuestros abuelos, e incluso de nuestros padres. El hombre actual, y más aún mientras más joven sea, encuentra en el Estado un sentido diferente, lo vincula a nuevos valores y tareas, lo que significa la reintegración plena de su jerarquía a la sustancia nacional, a la expresión nacional que yace en la entraña de los grandes pueblos.
Estamos, pues, ahora, en presencia del Estado nacional. Su primera ejecutoria es batir al enemigo marxista con triunfal denuedo y despojo inteligente. Es decir, resucitando el culto de la Patria y reivindicando para sí la auténtica angustia social de nuestra época.
Para destruir la maraña de particularismos viciosos que un siglo de librecambio ideológico, de orgía partidista, había creado en torno al fecundo concepto del Estado, la política europea más reciente se ha servido de esta rotulación victoriosa: el partido único. Esto es, un partido totalitario interpreta por sí la vigorosa resurrección de la vida nacional, hasta entonces desconocida o injuriada por los partidos, y rechaza la colaboración de estos partidos, aniquila la base misma que servía de sustentáculo legal a los partidos, o sea el derecho a revisar el problema de la existencia nacional misma, y, por último, proclama e impone su propia dictadura. Y he aquí cómo esa inmediata contradicción de partido único, etapa imprescindible para el alumbramiento del Estado nacional, aparece resuelta en su transitoria faena polémica de destruir a los partidos, en su empírica y forzada utilidad como realizador estratégico de la revolución contra el orden antiguo.
Ejemplos mundiales de esa ruta son hoy el partido fascista italiano y el nacional-socialismo alemán, entre los resucitadores y alentadores de la idea nacional contra la negación marxista, y el partido bolchevique ruso, como embestida ciega y catastrófica, pero con línea y espíritu peculiares de este siglo.
El Estado es ya para nosotros la suprema categoría. Porque o es la esencia misma de la Patria, el granito mismo de las supremas coincidencias que garantizan el rodar nacional en la historia, o es la pura nada. En el primer caso, el Estado es y debe ser una jerarquía inaccesible a la disidencia. La Nación en su plenitud de organismo histórico. Así, pues, son cada día más absurdos esos afanes de presentar Estado y Nación como algo diferente e incluso enemigo, como seres en pugna y defensa diaria, uno contra otro. Esa concepción, que nos resulta inexplicable advertir en plumas de carácter y sentido tradicionalista, es hija directa de los tópicos políticos que sirvieron de base al Estado liberal. Pues si Nación es el conjunto de «intereses y apetencias individuales que nutren y forman una sociedad», según estima el liberalismo, claro que hay y puede haber pugna entre ella y el Estado. Pero una Nación no es eso. Es un manojo de coincidencias superiores, trascendentes al individuo y a su destino, que representan un espíritu histórico. Es una Patria. Y la idea de Patria, el sentimiento humano de la Patria, es en los grandes pueblos un orbe imperial, algo que por su misma esencia rechaza la idea de un enemigo interior en sus recintos, de un disconforme, de un disidente. El Estado nacional se nutre, pues, de elementos indiscutibles, innegables. Su simbólica es la Unidad, la disciplina, el sacrificio y la fe militante en sus creaciones.
He aquí el Estado militante que perfila nuestro siglo. Su lógica y su justificación. Su batalla y su brío. Un Estado impetuoso y fuerte, que se acerca a las jerarquías absolutas. Y ahora conviene destruir otro tópico que nubla asimismo a algunos espíritus tradicionalistas. Se cree erróneamente que el Estado liberal-burgués es el Estado fuerte por excelencia, ya que aniquiló o sometió a su yugo a las corporaciones y gremios económicos. Pero no es esto. Su supuesta fuerza es una fuerza adventicia, de gendarmería, pero sin realidad alguna honda. Y este bagaje armado a su servicio reconoce, como señala Sorel, un origen pintoresco. Cada triunfo revolucionario demoliberal traía consigo un aumento de fuerza pública para consolidarse y una centralización –no unificación– frenética en las débiles manos de los gobiernos.
Estas notas sobre el Estado tienen un sentido tan actual que las da origen el acontecer político europeo de estos años, casi de estas horas. Pero no quiero dejar de insinuar un ejemplo vigoroso acerca de estos conceptos que hoy presiden las elaboraciones políticas más nuevas: el Estado español del siglo XVI. La arquitectura funcional del imperio católico de Felipe II. No se ha insistido en este antecedente –no en lo externo y superficial, sino en la eficacia creadora e incluso en la lógica autoritaria– directo del Estado fascista de Italia, romano de gesto y de fachada, pero con tendencia al vigor, la disciplina y el espíritu de unidad de cultura, de conciencia nacional, que caracterizaban al Estado español del siglo XVI.
No se trata, pues, de crear y dar nacimiento a nacionalidades de artificio, falsas, según el ejemplo balcánico o las normas que en Versalles presidieron el aniquilamiento de Centroeuropa y las que aquí manejan los deshacedores de la unidad española. Lo que aparece hoy como imperativo dramático que nos conduce al nuevo Estado, frente a las avanzadas rotundas y violentas del marxismo, es el grito de salvación nacional, de resurrección nacional que se advierte en los pueblos dotados de responsabilidad y de tradición fuerte, en los grandes pueblos creadores de historia.
Y hay otro elemento, otra columna fundamental del Estado. Es la angustia social que hoy domina con justicia a las masas. El nuevo orden económico entrega al Estado inexorablemente la plena función de presidir con decisión las peripecias de la pugna. Y sólo en nombre de unos fines nacionales, acudiendo a la primera raíz que suponen las coincidencias que han dado origen y vida nacional a una Patria, encuentra el Estado autoridad y justificación a sus designios. El nuevo orden corporativo tiende a servir, no éstos o los otros intereses de sentido particularista ni aun de clase, sino unos fines que trascienden a todo eso, fines de imperio, de marcha, de vida nacional plena. El marxismo encrespa hoy las clases con idéntica consecuencia subversiva y perturbadora que el liberalismo encrespó en rebeldía económica a los individuos. Pues bien, he aquí la tarea del Estado nacional, con su cortejo de atributos a los que no alcanza siquiera la posibilidad de que sean ignorados como justos: la jerarquía de fines, disciplinando los factores de la producción –no la producción como tal– y del consumo. Pues una economía es algo que no agota su sentido al producir riqueza a unos individuos o a unas clases. Son los suyos fines nacionales, que afectan a la existencia nacional en su base más honda. Tiene, pues, razón el nuevo Estado frente a la concepción liberal-burguesa y frente a la concepción marxista. (Esta última, etapa maldita –si bien por fortuna truncada– en el proceso de desnacionalización de la idea del Estado).
Y acontece que esos movimientos que surgen al paso del marxismo oponiéndole la autenticidad popular, la eficacia distributiva de sus economías y la decidida voluntad de resistir son ahora los que enarbolan en el mundo los mitos optimistas de la revolución. Se hacen hoy revoluciones para subvertir el orden liberal-burgués y aniquilar la oleada marxista. Los grupos nacionales son hoy, pues, los que manejan la iniciativa revolucionaria, los que practican en la etapa previa a la conquista del Estado la acción directa contra las organizaciones rojas. Y los que mantienen con pulso armado, en la etapa posterior al triunfo, el derecho a una cultura y a una dignidad nacionales.