Un interesante campo, para quien observe con la debida distancia a la civilización contemporánea, se refiere a la manera como resulta ‘fabricada’ la así llamada opinión pública, esta presunta soberana del mundo de las democracias, así como también el misterio que se esconde detrás del éxito de ésta o de aquella teoría, a través del eco que suscita una u otra de las consignas hoy en boga. Ya al usar en el primer caso el término ‘fabricar’, hemos querido significar que tales procesos en gran parte no son ‘espontáneos’ o determinados por factores contingentes. En especial en lo referente a los ejemplos más importantes podemos decir que los mismos son provocados o dirigidos por medio de oportunas sugestiones o por acciones efectuadas, por así decirlo, por detrás de los bastidores.
Pero además de este dominio que tiene relación sobre todo con el mundo de la política y de las ideas o de las ideologías predominantes, entra aquí en cuestión, para el mencionado estudio, un dominio menor, referido al arte, a la cultura y a la literatura. También aquí quien es capaz de una mirada distanciada no puede no ser impactado por el papel que cumplen los factores irracionales y las corrientes en gran medida fabricadas por la moda, por el gusto y el interés. Es en los tiempos modernos que, por efecto de todo aquello que ha sido considerado como la apertura y difusión de la cultura, este fenómeno ha tenido un carácter esencial, lo cual por lo demás es natural: es una consecuencia por un lado del incremento de los órganos de información y de difusión en manos de camarillas de críticos y de intelectuales, por la otra, justamente por el acrecentamiento democrático del público, mucho más allá de los restringidos círculos más calificados de aquellos que anteriormente disfrutaban verdaderamente de los bienes de la cultura y del arte.
Para considerar el estado actual de las cosas en el uno y el otro de los dos dominios mencionados, no se pude no sonreír por las extravagancias de aquellos para los cuales la humanidad moderna sería aquella que por fin habría arribado intelectualmente a la mayoría de edad y a la capacidad de juzgar por sí misma. La verdad es en cambio que raramente un grado semejante de pasividad, de labilidad y de influenciabilidad se ha jamás registrado en nuestra historia. Comenzando por un fenómeno muy típico de nuestros días cual es el increíble dominio que tiene la publicidad y la existencia en función de la misma de una verdadera y propia ciencia de base psicoanalítica (la MR = motivational research) usada en Norteamérica para influir sobre la parte inconsciente, afectiva e irracional del público y de las masas. Usada primeramente para la venta de productos, se ha podido notar que estas mismas técnicas se han ido utilizando también para el ‘lanzamiento’ de una novela o de un actor y en una campaña presidencial, sin rasgos muy distintos de lo que podría emplearse para promocionar un dentífrico o un electrodoméstico. Que este fenómeno y estas técnicas, que tienen como presupuesto para su éxito una pasividad que arriba incluso a la credulidad y sugestión infantil, sean típicos de la ‘civilización-guía’ que se encuentra a la cabeza del ‘progreso democrático’, es decir de América US, es todo esto también algo natural y significativo.
Pero deteniéndonos un instante en el campo del arte, en especial en sus variedades modernas, vemos aquí una contraparte irracional de su éxito y fama, aun en el caso de obras y de corrientes notabilísimas que tienen una aceptación indiscutida.
Un ejemplo entre los tantos. Hace muy poco tuvo lugar un concierto de música exclusivamente atonal y dodecafónica en un gran teatro a precios altísimos y con un agotamiento total de localidades. No cuestionamos aquí el significado de tal música: la misma lo pudo tener en sus orígenes, como señal de un determinado clima espiritual, y puede conservarlo aun para un muy restringido público especializado. Lo cierto es que entre todos los que presenciaban tal concierto con seguridad ni un 10% de los presentes estaba en condiciones de vivir tal música, salvo que como un fastidioso conjunto de ruidos. El 90% restante habría tenido que admitirlo, si hubiese sido sincero consigo mismo, en vez de dar a entender que le gustaba y que la entendía para demostrar encontrarse à la page.
Ni qué decir de ciertas novelas. Es increíble todo lo que se traduce en italiano, sobre todo del anglosajón. La producción es aluvional en el seno de grandes editoriales como Mondadori, Rizzoli o Bompiani. Aquí la falta de discriminación resulta impresionante. Pero ello significa que si libros de tal tipo son traducidos e impresos, los mismos son leídos. Por lo cual hay que preguntarse nuevamente qué es lo que impulsa al lector corriente a comprarlos, en todos los numerosísimos casos en los cuales no son ni siquiera algo artístico, ni tampoco se trata de temas excitantes o morbosos, sino simplemente estúpidos, banales, aburridos, ligados a pequeños ambientes y a mediocres figuras de más allá del océano, que el italiano debería considerar como ajenos a él y privados de cualquier interés.
Personalmente iremos más lejos todavía. Por ejemplo no tenemos dificultad en confesar que no logramos terminar nunca la lectura del famoso Ulises de Joyce (como tampoco lo pudimos hacer con la Montaña encantada de T. Mann) y que hemos decididamente cerrado los libros de Faulkner cuando se ha sentido autorizado a dejar a un lado cualquier forma sensata de expresión en la narrativa, de escribir frases sin signos de puntuación que se desarrollan por páginas enteras, y así sucesivamente. Un público consciente y activo, con un preciso rechazo, habría hecho perderle las ganas a una praxis semejante.
La función más deletérea en todo esto la tiene la "crítica", verdadero flagelo del mundo cultural actual. Es ella la que marca lo bueno y lo malo a través de la ‘gran prensa’, rodeada por mentes pequeñas y por un público bovino. Aquí alguien ha hecho recordar oportunamente la historia de Til Eulenspiegel, cuando fue contratado como pintor por la corte de un rey. Él presentó telas en blanco diciendo que, en razón de un sortilegio, solamente aquellos que no habían tenido un nacimiento honesto no habrían visto nada. La consecuencia fue que todos se entregaron a admirar y a comentar aquellas telas en blanco. Es así como las cosas hoy se encuentran en la mayoría de los casos. Y si alguien protesta en nombre de la verdad y de la inteligencia, enseguida se lo acusará de ‘no entender’, casi como si ‘aceptar’ y ‘entender’ fuesen una misma cosa, casi como si no se pudiese rechazar una obra no ya porque no se la entiende, sino justamente porque como se la entiende uno se rebela a las cábalas de la ‘crítica’ y de todos aquellos que se le someten en buena o mala fe.
Dado que Picasso no era alguien carente de buen humor, seguramente podría ser verdadera esta pequeña anécdota. Picasso habría donado un cuadro suyo a una persona respecto de la cual se sentía en deuda. Pero luego de habérselo dado se percató de que no lo había firmado y entonces fue que dijo: "Espere un momento que lo firmo, pues de lo contrario no valdría nada, pues cualquiera lo podría haber hecho".
Ayer las cosas se desarrollaban de manera muy distinta en este campo. Que aquello que antes era pertinencia de un arte de excepción, representado como tal y apreciado por pocos, y rechazado en cambio por los más, hoy se ha convertido en cambio en una moda, ello es una señal indubitable de un conformismo nuevo y peor del anterior, dado que en esto estaban por lo menos en juego algunos factores y valores tradicionales; y señala en cambio el poder de los procesos artificiales y de comercialización de ‘fabricación’ de las reputaciones, en el marco de una fundamental carencia de sinceridad y fatuidad.
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