jueves, 14 de abril de 2016

Denes Martos - Elecciones y el fin de la Historia


(Publicado durante las elecciones presidenciales de Argentina, en 2015)

Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.
(Tomasi di Lampedusa, "El Gatopardo", Cap. I)
Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre.
El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos...
Y luego será distinto, pero peor.
Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones.
Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas,
y todos, gatopardos, chacales y ovejas,
continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.
(Ibid. Cap. IV)

Cuando el comunismo colapsó hacia fines de la década de los años '80 del siglo pasado muchos interpretaron el fenómeno como un triunfo de su contracara, la democracia liberal del mundo capitalista. En realidad, el derrumbe del comunismo se debió mucho más a la propia inviabilidad intrínseca del materialismo dialéctico, a la ilusión mítica del mesianismo proletario y a la esterilidad de la lucha de clases que a los embates del capitalismo en el marco de la Guerra Fría. No obstante, esto no fue impedimento para que muchos celebraran el hecho como un claro triunfo de la democracia. 

Entre ellos, un señor llamado Francis Fukuyama publicó en 1992 un libro titulado "El Fin de la Historia y el Último Hombre" en el cual postulaba que, con la desaparición de la Unión Soviética, la humanidad entera entraría en una era de eterna paz y bienestar gracias al imperio de la democracia. La idea de Fukuyama se apoyaba sobre el famoso dicho de Churchill en cuanto a que "la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás que se han intentado" para saltar a la conclusión de que más allá de la democracia no es posible otra forma de gobierno que sea satisfactoria. Con lo cual se habría llegado al "fin de la Historia" en materia de formas de gobierno. El mensaje resultaba claro: dentro de lo políticamente viable, la democracia es lo mejor que hay y nunca habrá algo mejor. 

Quizás lo primero que cabría señalar en esto es que el problema planteado es mucho más complejo de lo que parece. En primer lugar porque sostener que una determinada estructura político-social es "definitiva" – vale decir: que ya no cambiará nunca más a lo largo de toda la Historia futura – es, por un lado, algo completamente inverificable a priori y, por el otro lado, se contradice con todo lo que sabemos de los procesos y de las estructuras político-sociales que existieron durante los últimos 10.000 años de Historia conocida. Además y en segundo lugar, el concepto mismo de la democracia posee un fundamento teórico lo suficientemente débil como para que cueste mucho imaginarla como algo eterno.

Sucede que la democracia – en teoría – está edificada  sobre el axioma que la mayoría, conceptualmente, siempre tiene razón; o bien y por lo menos, que existe una mayor probabilidad que la razón esté del lado de la mayoría y no de la minoría.

El problema está en que ese axioma es falso. 

Por de pronto se basa en la universalización abusiva de aquello que "cuatro ojos ven más que dos", lo cual puede muy bien ser cierto referido a determinada cuestión tratada por una pluralidad de expertos en el tema. Una enfermedad rara tiene mayores probabilidades de ser correctamente diagnosticada si el caso es estudiado por varios médicos especializados en esa clase de patologías. Pero sumarle a la interconsulta médica la opinión del portero, la de la señora que hace la limpieza y la del jefe de mantenimiento del hospital no tendría mucho sentido que digamos.

Además de eso, resultaría sencillísimo demostrar que la realidad y la verdad resultan completamente independientes tanto del contenido de las opiniones individuales como de la cantidad de personas que opinan sobre ellas. La Historia está literalmente repleta de casos de "verdades científicas" que prácticamente todo el mundo tuvo por ciertas durante siglos y que hoy desechamos con una sonrisa. Piénsese solamente en casos como el del flogisto, el éter, la teoría del biocrón, la generación espontánea y tantas otras que han caído en el olvido. Nada nos garantiza que unas cuantas de nuestras actuales teorías científicas universalmente aceptadas se salven de quedar archivadas del mismo modo.

Otro de los problemas es que la democracia directamente promueve que los diferentes segmentos o estamentos sociales – sea que éstos se constituyan formalmente en partidos políticos o no – ejerzan una fuerte influencia sobre la cosmovisión de las personas. Y que lo hagan por cualquier medio y de cualquier modo. Con lo cual la "competencia democrática" de las diferentes fuerzas políticas para conquistar el voto de los ciudadanos no es más que una lucha entre las diferentes técnicas y tecnologías de manipulación de la "opinión pública". Y detrás de esta lucha lo que uno encuentra siempre es la reducida camarilla de quienes tienen suficiente dinero como para comprarse una campaña en la que se emplearán esas diferentes técnicas y tecnologías.

O sea que en la democracia, la que termina decidiendo es una minoría y no una mayoría como pretende el axioma.

Lo cual en sí mismo no sería de objetar porque en todos los regímenes, en cualquiera de los sistemas políticos, la que toma las decisiones importantes – vale decir: la que gobierna en realidad – siempre es una minoría. El hecho se podrá tratar de barrer bajo la alfombra con mil subterfugios ideológicos y cientos de argumentos demagógicos; pero es inútil. El gobierno real de un país lo ejerce siempre una minoría (generalmente diferentes sectores de la misma minoría) con un grado mayor o menor de consenso por parte de la mayoría. Y no es cuestión de entusiasmarse demasiado con eso del consenso porque, por un lado es una magnitud muy volátil y, además, la Historia demuestra que se necesita relativamente muy poco consenso para gobernar con razonable tranquilidad. 

La democracia se basa, pues, en una doble falacia. En primer lugar, la mayoría no siempre ni necesariamente tiene razón y, en segundo lugar, en una democracia la minoría gobernante está mucho más interesada en proteger sus propios intereses que en cumplir con la voluntad de una mayoría circunstancial.

La falsedad del axioma democrático se verifica en todas las diferentes denominaciones democráticas que se han inventado. No importa si se trata de una democracia popular, una democracia social, una democracia liberal, una democracia de izquierdas o de derechas. En todos los casos nos encontramos con lo mismo y la democracia ahora llamada neoliberal no es precisamente una excepción. Esta versión de la democracia – que dicho sea de paso es a la que alude Fukuyama – construida con una simbiosis de demagogia social más economía de mercado, es exactamente tan inviable en el largo plazo como lo fueron en su momento las "democracias populares" de inspiración socialmarxista y como lo son actualmente las democracias populistas que pretenden limitar los excesos de una economía capitalista fomentando los excesos de la lucha de clases dentro del marco contextual de la dialéctica marxista y la estrategia gramsciana.

Dentro de este panorama general el gran problema que presenta la postmodernidad es que no ha surgido todavía una propuesta coherente y viable, ampliamente aceptada, que supere las falacias democráticas de los actuales regímenes republicanos. Falacias que, en la postmodernidad occidental y en última instancia, se deben también al abandono de una cosmovisión organizadora centrada en lo trascendente y en lo sagrado para adoptar sistemas de organización existencial construidos alrededor del valor adjudicado a bienes contingentes del mundo material y profano. Y una de las mayores dificultades que conspira contra la construcción de una alternativa socio-política superadora es que no hay diálogo posible con quienes viven creyendo que una vida centrada alrededor de bienes materiales con la posibilidad de manifestar cualquier opinión por más estrafalaria que sea es la mejor de las vidas posibles. Y lo siguen creyendo a pesar de que los bienes materiales de los cuales realmente disponen son más bien escasos, para conseguirlos se tienen que endeudar hasta la coronilla en docenas de cuotas, y las opiniones manifestadas en la enorme mayoría de los casos no solamente le importan un bledo a nadie sino que quedan sujetas al calendario electoral para avizorar alguna remota esperanza de cambio.

Cambio que siempre termina en el gatopardismo de cambiar para que nada cambie.

El próximo 22 de Noviembre los argentinos deberán elegir un nuevo presidente. Dichosos aquellos que sinceramente creen que esta elección es importante. Lamentablemente no lo es. Y no lo es porque, más allá de las andanadas publicitarias de la demagogia electoralista, no hay nada realmente esencial que diferencie a los candidatos. El problema no es el discurso. Ni siquiera es el proyecto o los planes. El problema es la mentalidad y las prioridades que no solamente son comunes a los dos candidatos sino que resultan compartidos por toda la casta dirigente del país; tanto la política como la empresaria.

Sea con Scioli, sea con Macri, en la Argentina no cambiará nada sustancial el 11 de Diciembre. Y no cambiará porque si nuestros dirigentes no cambian de mentalidad tampoco cambiarán de comportamiento; y si no cambian de comportamiento los únicos cambios que cabe esperar son cosméticos y superficiales. Los cambios realmente importantes se irán produciendo por el desgaste natural del sistema, tanto a nivel mundial como a nivel local.

Porque la democracia – sea del partido político que sea y sea cual fuere el adjetivo calificativo con el que se la adorne – no representa el fin de la Historia.

Con suerte, puede llegar a representar el principio de otra Historia que todavía no ha comenzado.

Extraído del blog de Denes Martos

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