Existe una nueva patología mental – es decir, perdón, una nueva tendencia intelectual – en Occidente según la cual no solamente está prohibido tener identidad cultural propia sino que, además, está vedado ser patriota, creyente en materia de religión, o descreído de unas cuantas historias de la Historia Oficial. Esto último – lo de dudar de algunas historias de la Historia Oficial – en algunos países ya está hasta taxativamente penado por la ley.
Me preguntarán ustedes cuál es la novedad. Todo eso lo tenemos desde hace rato. No es nada nuevo. Por supuesto que no. Pero tengo fuertes motivos para sospechar que ahora viene otra vuelta de tuerca. La novedad está en que no solamente estará terminantemente vedado todo lo que pueda oponerse, o poner en peligro, la gris medianía, el oscilante relativismo y el despreocupado permisivismo del dogma actual. La nueva tendencia prohibirá incluso la manifestación de cualquier opinión concreta y categórica.
Por supuesto que los grandes voceros del sistema – que son los intelectuales con pasaporte de tolerancia y visa de Derechos Humanos – todavía no lo están formulando en estos términos tan claros. Pero es lo que se viene. O lo que ya llegó pero todavía le falta un poco de promoción.
Todos sabemos que el Diccionario de Expresiones Políticamente Correctas de la Academia Orweliana de la Neolengua ha sustituido muchas antiguas, obsoletas, ofensivas e intergiversables expresiones por otras mucho más inocuas y sobre todo "neutrales". Porque eso es lo que importa: ser neutral. Aunque eso de "neutral" no es más que admitir que no se tiene lo que hay que tener para decir lo que se piensa y por eso – por las dudas, cosa de quedar bien con todo el mundo – uno huye despavorido de los extremos, le apunta al medio y listo.
La cuestión es que todos aprendimos que ya no se dice "ciego" sino "no vidente". Tampoco se dice "negro" sino "de color" – sin especificar cuál color y haciendo cuidadosa abstracción del blanco que, créanmelo o no, ha dejado de ser un color admitido como tal. Toda una familia de palabras que otrora servían para señalar alguna limitación física específica han quedado metidas dentro del concepto elástico de "discapacitad" que, de tan elástico que es, ya nadie sabe qué significa exactamente. En América no quedan "indios" ahora solo hay "pueblos originarios". Tampoco quedan "gordos" sino "personas excedidas de peso"; con la importante salvedad que las "gordas" pasaron a ser "mujeres con apenas unos kilitos de más". Tampoco hay más "desgracias"; ahora todos los infortunios son "flagelos que nos azotan", pero no especialmente a los "pobres" sino a los "carenciados". A los molestos ya no se los "ignora"; se los "ningunea". Y así sucesivamente...
Un amigo mío sostiene que en lugar de "petiso" ahora hay que decir "verticalmente encogido", en lugar de "pelado" hay que decir "cranealmente depilado" y un "cadáver" no es más que un "cuerpo vitalmente desenergizado". Aunque creo que exagera.
Pero, sea como fuere, la nueva corriente intelectual no se refiere a esto. La metáfora de la dulcificación de la gravedad ya está instalada. Lo que ahora viene es la metaforización relativizadora de lo concreto, de lo riguroso. En general, la nueva tendencia intelectual eliminará de raíz todo lo que tenga un carácter preciso; todo lo que esté claramente marcado; todo lo destacado y todo lo destacable. No se aceptará nada que tenga una identidad netamente definida. Solamente se tolerarán expresiones referidas a identidades híbridas, a características heterogéneas en proporciones indeterminadas, a cosas que son pero que quizás podrían no ser, a fenómenos que no son ni una cosa ni la otra. Solamente se tolerarán las opiniones que empiezan con "... y... no sé, nunca es bueno generalizar, pero quizás. . .".
Lo bueno y lo malo; lo claro y lo oscuro, se eliminan. Toda cosmovisión referida a puntos de vista concretos quedará relegada la categoría de las teorías reaccionarias, fascistas, superadas y perimidas.
Me preguntarán ustedes de dónde saco todo esto. Pues, de lo que me rodea. De lo que veo y oigo todos los días. Un periodista que conozco acaba de quedarse sin trabajo. Él dice que no sabe por qué lo echaron, pero yo sí. Revolviendo entre mis papeles, encontré una nota que le encargaron en la que se atrevió a escribir: "El público que colmaba la sala estalló en fuertes aplausos". Me juego a que lo crucificaron por falta de objetividad. Apuesto a que, según sus censores, la frase es tendenciosa porque transmite una precisión incorrecta. No tiene en cuenta a quienes quizás no aplaudieron. Por lo tanto discrimina. Además, no indica la capacidad de la sala ni la cantidad de espectadores, por lo tanto es improcedente afirmar que se hallaba "colmada". Por otro lado, lo de "fuerte" es totalmente subjetivo. ¿Cuándo es "fuerte" un aplauso? ¿Acaso alguien midió con un decibelímetro el nivel sonoro de ese aplauso? Y aun si lo hubiera medido, ¿a partir de qué valor se puede considerar que el aplauso es "fuerte"? Para peor, un público no "estalla". Si realmente hubiera estallado estarían todos muertos por obra y gracia de algún fundamentalista forrado en gelinita; la noticia correspondería a la sección de terrorismo internacional y no a la de cultura. Todas estas fallas garrafales tuvieron que resultar, por supuesto, inaceptables para una publicación que blasonaba de independiente, imparcial y objetiva.
De aquí en más, el principio básico que debe regir cualquier manifestación será el de "todo es relativo", debiendo quedar meridianamente claro que "la única verdad absoluta es que toda verdad es relativa". Y ante cualquier propuesta, la primer pregunta que obligatoriamente hay que hacer es la de "¿...y quién va a decidir si ...?" Porque, según la nueva tendencia, no importa qué se decide, ni tampoco con qué criterio se decide. Lo que importa es saber quién decide. Si decide alguien votado por la mayoría, es aceptable. Si lo hace un correligionario estará bien. Si decide un amigo, mucho mejor. Y si decide una asamblea convocada ad hoc, pues muchísimo mejor. Todo lo demás, contrario sensu, está mal. O mejor dicho: es opinable.
En todo caso, la consigna es amontonar, mezclar, apelotonar todo: razas, etnias, idiomas, religiones, costumbres, estilos, culturas, creencias, opiniones, deseos, pretensiones. Todo. Porque, claro, si todo está tan entreverado y enredado que resulta imposible determinar de qué cuernos se trata, entonces ya no importará quién va a decidir lo que fuere. Porque no habrá ninguna necesidad de decidir. En un caos total es perfectamente inútil tomar decisiones. Por lo que el caos aceptará cualquier decisión tomada por fuera del caos. Seguramente ahí está el secreto.
La cuestión es que, en materia de opiniones concretas, ya estamos muy avanzados en la nueva tendencia. Hace unos días me encontré con un viejo amigo mío. El hombre es un clásico facsímil del intelectual liberal de izquierda: barba, anteojos, portando la última edición de "Las palabras y las cosas" de Foucault junto al Página12 del día y todo eso. Bueno, está bien, no es un ejemplar demasiado representativo de mi círculo habitual de amistades, pero nos conocemos desde la adolescencia, desde la época en que él se entusiasmaba con Sartre y yo por todo lo contrario. Lo aprecio porque es un buen tipo en el fondo y, de última, que tire la primera piedra el que no tenga a un sujeto parecido entre sus amigos.
La cuestión es que fuimos a almorzar y, como cada uno conoce las cosquillas del otro, tenemos el acuerdo tácito de evitar por todos los medios cualquier tema político. De modo que la conversación, después de girar alrededor de bueyes perdidos y de conocidos comunes, terminó desembocando en literatura. Y como Michel Foucault me sonreía impertérrito desde la tapa de su libro, se me ocurrió preguntarle:
— ¿Cuál es el mejor libro de Foucault, en tu opinión?
— Bueno... – empezó a titubear mi amigo – en realidad no se puede hacer un juicio de valor categórico sobre eso... hay quien dice que lo mejor que escribió fue su "Historia de la sexualidad", otros valoran más éste "Las palabras y las cosas"; pero, por otra parte... también hay partidarios de "La arqueología del saber"... Todo depende del punto de vista y...
Después de cinco minutos de perorata en estos y similares términos, mis nervios empezaron a traicionarme:
— Está bien, está bien. . . – lo interrumpí – pero lo que yo quisiera saber de una maldita vez por todas es TU opinión sobre cuál es su mejor libro. Y no tengas miedo. No hay que fusilar a nadie que no esté de acuerdo. No hay que hacer forzosamente un Holocausto con quienes se opongan. Nadie va a ir a parar a un campo de concentración por disentir. Tu opinión no va a provocar ninguna catástrofe. Hasta te doy mi palabra de honor que no la voy a discutir. Solo quiero conocerla, nada más.
— Bueno, puesto en esos términos, si uno considera la evolución del pensamiento de Foucault a lo largo de su obra...
Llegamos a los postres, pagué la cuenta y nos despedimos con un abrazo. Hasta el día de hoy no sé cuál es, en opinión de mi amigo, la mejor obra de Foucault. En realidad, no es que Foucault me importe demasiado. No es santo de mi devoción ni mucho menos. Pero la opinión de mi amigo me hubiera interesado. Lo que sucedió es que cometí el imperdonable error de pasar por alto que mi amigo es un típico producto salido de la línea de montaje de nuestra actual Facultad de Filosofía y Letras. No tiene opinión propia. Solo es una enciclopedia más o menos ilustrada de los dichos de otros; un alumno de profesores que, a su vez, tampoco se animaron a manifestar una opinión categórica y concreta sobre sea cual haya sido el tema a tratar porque, de haberlo hecho, se hubieran quedado sin cátedra.
Suponiendo que hayan tenido una opinión propia formada en absoluto.
La verdad es que le tengo un poco de aprensión al futuro. Mi nombre es Denes Martos. Blanco, católico, masculino, heterosexual, casado hace 43 años con la misma extraordinaria mujer, padre de dos buenos hijos; orgulloso de mi familia, de mi nacionalidad y apasionado por mi cultura.
Estoy empezando a sentirme miembro de una especie en vías de extinción.
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