lunes, 9 de mayo de 2016

Ramiro Ledesma Ramos - España, una e indivisible


La urgencia de una ambición nacional. Se pretende la disolución de la Patria. Hay que llevar a la conciencia del pueblo el deber de la protesta armada.

La frase rotunda

He aquí nuestro grito: España, una e indivisible. Muchos republicanos españoles, tan amantes de la ejemplaridad de la Revolución francesa, olvidan que un grito así salvó a Francia y salvó a la Revolución. Hay que seccionar esa ola mediocre de localismos que hoy satura la atmósfera hispana e instalar revolucionariamente el deber de todos. La vejez cobarde, que hoy es dueña de los ministerios, asiste con apatía criminal a esa forja de decadencias que suponen las propagandas separatistas.

El abandono de las funciones de unidad señala una disolución irreparable. No se concibe cómo un pueblo, en el resurgir victorioso de una Revolución que triunfa, tolera fríamente los zarpazos desmembradores. ¿No habrá un hombre de temple que intuya con genialidad la palpitación del pueblo, hoy encadenada a la falacia de los traidores, y dé la orden de marcha contra los enemigos de la Patria? Porque es preciso que todos se den cuenta de algo, y es que el día en que la amenaza separatista abandone su actual escondrijo y se muestre ahí, ante el pueblo, éste pedirá a cualquiera –entiéndase bien, a cualquiera– que dirija los combates. Aun a costa de una tiranía.

La táctica de la minoría separatista de Cataluña que dirige Maciá es innoble y vergonzosa. Consiste en desorientar al pueblo con declaraciones contradictorias. Con hipocresía pura. A falta de valor y denuedo para sostener con las armas su loca pretensión, inician las tortuosidades que le permitan el ejercicio de un poder coactivo sobre el pueblo. De este modo, lo que hoy son sueños vanos de una minoría se convertirá, provocado por intereses y coacciones, en la voz de la región entera.

Para impedirlo, es urgente desalojar de los puestos directores de Cataluña a los separatistas emboscados y fusilar a Maciá por traidor. Toda la energía que se utilice es poca, si se tiene en cuenta la gravedad de los hechos. Las horas revolucionarias se distinguen de otras por la posible rapidez y eficacia en las intervenciones. Si se permite que adquieran robustez los actuales equívocos, serán luego más difíciles y más sangrientas las jornadas.

Los Estatutos regionales

De los tres proyectos de Estatutos regionales que hoy se elaboran, tan sólo el de Galicia va a ser, en cierto modo, discreto. El de Vasconia, de ingenuidad primitiva e intemperante. Y el de Cataluña, rencoroso, audaz y provisto de todos los gérmenes desmembradores.

La tarea de disciplinar esos Estatutos y la de rechazarlos corresponde a las Cortes Constituyentes. Pero no se olviden las amenazas de Maciá. El Gobierno provisional está en el deber de tomar medidas para el caso probabilísimo de que las Cortes rechacen el Estatuto separatista de los catalanes. Si no lo hace él, lo hará el pueblo, que se encargará de su propia movilización, así como de batir las rebeldías.

Hay que impedir que la disolución de España se lleve a efecto con música de aplausos, obligando a los disidentes a una actuación armada. A nosotros no nos importa la concesión de autonomías administrativas, pues esto favorecería quizá la eficacia del Estado. Pero sí denunciamos que no es eso ni nada que se relacione con eso lo que solicitan y quieren los separatistas. Existe todo un programa de asalto a la grandeza hispánica, al que colaboran los inconscientes de más acá del Ebro en nombre de la turbiedad democrática-burguesa que concede libertades y disuelve pueblos. La política separatista se propone realizar sus fines en tres etapas. Una, la actual, encaramándose a los puestos de influencia en Cataluña y desde ellos educar al pueblo en los ideales traidores. Otra, intervenir en la gobernación de España, en el Poder central, con el propósito firme y exclusivo de debilitar, desmoralizar y hundir la unidad de nuestro pueblo. Por eso decíamos hace quince días, que no hay que prestar sólo atención a lo que los catalanes pretendan y quieran para Cataluña, sino más aún a lo que pretendan y quieran para España. Su segunda etapa consistirá, pues, en debilitar nuestro ejército, esclavizar nuestra economía, enlazar a sus intereses las rutas internacionales, propulsar los nacionalismos de las regiones haciéndoles desear más de lo que hoy desean, lograr, en fin, que un día su voluntad separatista no encuentre en el pueblo hispánico, hundido e inerme, la más leve protesta.

La tercera etapa, cumplida en el momento oportuno, consistirá en la separación radical.

Este plan lo hemos oído de labios de uno de los actuales mangoneadores de la Generalidad. Es indigno y cobarde. Denota una impotencia ruin, pues si un pueblo desea y quiere la independencia, la conquista por las armas. Pero es que no se trata del pueblo, del magnífico pueblo catalán, sino de una minoría bulliciosa que sabe muy bien no le obedecería el pueblo en su llamada guerrera. De ahí el plan, las tres etapas criminales que antes apuntamos.

España debe batir ese plan, que lleva consigo el propósito de reducir a cenizas la prosperidad de nuestro pueblo. Y hay que batirlo con estrategia. La más elemental indica que conviene acelerar ese proceso y plantear a Cataluña, en estos minutos de optimismo robusto para el pueblo español, por haber destruido el feudalismo borbónico, el problema de su hispanidad. Derrotar a mano armada sus pretensiones, obligarle a la lucha, provocar, en una palabra, la fase final del plan. Elegir el día y hora de la batalla.

El estatuto que hoy se redacta no representará sino la opinión parcial de Cataluña. La de los que ejercen allí y ahora el Poder coactivo. La legitimidad de esa asamblea o diputación deliberante es muy problemática. Quedan fuera la Lliga, los radicales (pues Lerroux fue bien expresivo al fijar en uno el número de sus amigos), la opinión socialista y el proletariado numerosísimo de la C.N.T.

Ese estatuto debe ser estudiado aplicándole toda serie de reactivos químicos, pues en él irán contenidas en germen las aspiraciones separatistas, y conviene, a ser posible, oponerse desde un principio a la táctica enemiga.

Las traiciones, las inconsciencias y las cobardías de aquí

Desde luego, una vez conocida la impotencia de los núcleos separatistas, se comprende que necesiten y busquen la complicidad inconsciente de toda España. Hasta qué punto está relajada en algunos la idea nacional, hay ejemplos a diario. Así el discurso reciente de Ossorio Gallardo –leguleyo nefasto a quien hay que impedir influya para nada en la República– en el Centro de dependientes de Barcelona. Por las enormidades que dijo, calculamos los aplausos que se llevaría ese voraz picapleitos, una de las figuras más inmorales de la política española, por las razones que algún día diremos.

Es comprensible, aunque errónea, la actitud de los separatistas. Pero la de esa opinión difusa que en el resto de España acoge con simpatía las aspiraciones desmembradoras constituye una traición imperdonable. Es quizá uno de los más fuertes síntomas de que amenaza a nuestro pueblo un tremendo peligro de decadencia. Las juventudes y los españoles sanos debemos iniciar con toda rapidez la tarea de levantar y exigir a todos la fidelidad más pulcra a la España una e indivisible.

Cataluña agradece esas traiciones y recoge de ellas el argumento máximo. Las contesta con falsa cordialidad, ocultando sus afanes íntimos, y de este modo introduce en España la atmósfera propicia que le «deje hacer» su plan. Véase cómo el cerebro elemental de ese poeta Gassol denunció en un minuto sincero los propósitos finales. Dijo textualmente en Manresa que él «ni era español ni quería serlo».

Lo que interesa, sobre todo destacar, es que los intereses separatistas de Cataluña se oponen a los intereses hispánicos, y que, bajo ningún concepto, puede España tolerar la fuga. Los separatistas catalanes sueñan con el Estado valenciano-catalano-balear, y no se conformarán con menos.

El máximo temor, insistimos, reside en que España se degrade hasta el extremo de apoyar y ver con simpatía la conspiración minoritaria de los separatistas. Si esto ocurre es que España se hunde sin remedio. Pero nosotros no creemos ni podemos creer nunca tal cosa. España se levantará como un solo hombre contra el crimen histórico. Y garantizamos que habrá sangre de sacrificio, la nuestra, y que los separatistas se verán obligados a luchar. Porque interceptaremos su camino con fusiles.

¡Viva la España, una e indivisible!

domingo, 8 de mayo de 2016

José Ortega y Gasset - Democracia morbosa


Las cosas buenas que por el mundo acontecen obtienen en España sólo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna.

En los últimos tiempos ha padecido Europa un grave descenso de la cortesía, y coetáneamente hemos llegado en España al imperio indiviso de la descortesía. Nuestra raza valetudinaria se siente halagada cuando alguien la invita a adoptar una postura plebeya, de la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le permita tenderse a su sabor. El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos.

Tenemos que agradecer el adviento de tan enojosa monarquía al triunfo de la democracia. Al amparo de esta noble idea se ha deslizado en la conciencia pública la perversa afirmación de todo lo bajo y ruin.

¡Cuántas veces acontece esto! La bondad de una cosa arrebata a los hombres y, puestos a su servicio, olvidan fácilmente que hay otras muchas cosas buenas con quienes es forzoso compaginar aquélla, so pena de convertirla en una cosa pésima y funesta. La democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad.

Cuanto más reducida sea la esfera de acción propia a una idea, más perturbadora será su influencia, si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida. Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario: en arte censuraría cuanto no fuese el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria, sólo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto, y como filósofo, se obstinaría en propagar una botánica trascendental. Pues no parece menos absurdo el hombre que, como tantos hoy, se llega a nosotros y nos dice: ¡Yo, ante todo, soy demócrata!

En tales ocasiones suelo recordar el cuento de aquel monaguillo que no sabía su papel, y a cuanto decía el oficiante, según la liturgia, respondía: "¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento!" Hasta que, harto de la insistencia, el sacerdote se volvió y le dijo: "¡Hijo mío, eso es muy bueno; pero no viene al caso!"

No es lícito ser ante todo demócrata, porque el plano a que la idea democrática se refiere no es un primer plano, no es un "ante todo". La política es un orden instrumental y adjetivo de la vida, una de las muchas cosas que necesitamos atender y perfeccionar para que nuestra vida personal sufra menos fracasos y logre más fácil expansión. Podrá la política, en algún momento agudo, significar la brecha donde debemos movilizar nuestras mejores energías, a fin de conquistar o asegurar un vital aumento; pero nunca puede ser normal esa situación.

Es uno de los puntos en que más resueltamente urge corregir al siglo XIX. Ha padecido éste una grave perversión en el instinto ordenador de la perspectiva, que le condujo a situar en el plano último y definitivo de su preocupación lo que por naturaleza sólo penúltimo y previo puede ser. La perfección de la técnica es la perfección de los medios externos que favorecen la vitalidad. Nada más discreto, pues, que ocuparse de las mejores técnicas. Pero hacer de ello la empresa decisiva de nuestra existencia, dedicarle los más delicados y constantes esfuerzos nuestros, es evidentemente una aberración. Lo propio acontece con la política que intenta la articulación de la sociedad, como la técnica de la naturaleza, a fin de que quede al individuo un margen cada vez más amplio donde dilatar su poder personal.

Como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias. Por lo pronto, la contradicción del sentimiento mismo que motivó la democracia. Nace ésta como noble deseo de salvar a la plebe de su baja condición. Pues bien: el demócrata ha acabado por simpatizar con la plebe, precisamente en cuanto plebe, con sus costumbres, con sus maneras, con su giro intelectual. La forma extrema de esto puede hallarse en el credo socialista —¡porque se trata, naturalmente, de un credo religioso!—, donde hay un artículo que declara la cabeza del proletario única apta para la verdadera ciencia y la debida moral. En el orden de los hábitos, puedo decir que mi vida ha coincidido con el proceso de conquista de las clases superiores por los modales chulescos. Lo cual indica que no ha elegido uno la mejor época para nacer. Porque antes de entregarse los círculos selectos a los ademanes y léxico del Avapiés, claro es que ha adoptado más profundas y graves características de la plebe.

Toda interpretación soi-disant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo.

En el triunfo del movimiento democrático contra la legislación de privilegios, la constitución de castas, etcétera, ha intervenido no poco esta perversión moral que llamo plebeyismo; pero más fuerte que ella ha sido el noble motivo de romper la desigualdad jurídica. En el antiguo régimen son los derechos quienes hacen desiguales a los hombres, prejuzgando su situación antes que nazcan. Con razón hemos negado a esos derechos el título de derechos y dando a la palabra un sentido peyorativo los llamamos privilegios. El nervio saludable de la democracia es, pues, la nivelación de privilegios, no propiamente de derechos. Nótese que los "derechos del hombre" tienen un contenido negativo, son la barbacana que la nueva organización social, más rigurosamente jurídica que las anteriores, presenta a la posible reviviscencia del privilegio. A los "derechos del hombre" ya conocidos y conquistados habrá de acumular otros y otros hasta que desaparezcan los últimos restos de mitología política. Porque los privilegios que, como digo, no son derechos, consisten en perduraciones residuales de tabúes religiosos.

Sin embargo, no acertamos a prever que los futuros "derechos del hombre", cuya invención y triunfo ponemos en manos de las próximas generaciones, tengan un vasto alcance y modifiquen la faz de la sociedad tanto como los ya logrados o en vías de lograrse. De modo que si hay empeño en reducir el significado de la democracia a esta obra niveladora de privilegios, puede decirse que han pasado sus horas gloriosas.

Si, en efecto, la organización jurídica de la sociedad se quedara en ese estadio negativo y polémico, meramente destructor de la organización "religiosa" de la sociedad; si no mira el hombre su obra de democracia tan sólo como el primer esfuerzo de la justicia, aquel en que abrimos un ancho margen de equidad, dentro del cual crear una nueva estructura social justa —que sea justa, pero que sea estructura—, los temperamentos de delicada moralidad maldecirán la democracia y volverán sus corazones al pretérito, organizado, es cierto, por la superstición; mas, al fin y al cabo, organizado. Vivir es esencialmente, y antes que toda otra cosa, estructura: una pésima estructura es mejor que ninguna.

Y si antes decía que no es lícito ser "ante todo" demócrata, añado ahora que tampoco es lícito ser "sólo" demócrata. El amigo de la justicia no puede detenerse en la nivelación de privilegios, en asegurar igualdad de derechos para lo que en todos los hombres hay de igualdad. Siente la misma urgencia por legislar, por legitimar lo que hay de desigualdad entre los hombres.

Aquí tenemos el criterio para discernir dónde el sentimiento democrático degenera en plebeyismo. Quien se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales, pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo.

La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente, pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones.

A Nietzsche debemos el descubrimiento del mecanismo que funciona en la conciencia pública degenerada: le llamó ressentiment. Cuando un hombre se siente a sí mismo inferior por carecer de ciertas calidades —inteligencia o valor o elegancia— procura indirectamente afirmarse ante su propia vista negando la excelencia de esas cualidades. Como ha indicado finalmente un glosador de Nietzsche, no se trata del caso de la zorra y las uvas. La zorra sigue estimando como lo mejor la madurez en el fruto, y se contenta con negar esa estimable condición a las uvas demasiado altas. El "resentido" va más allá: odia la madurez y prefiere lo agraz. Es la total inversión de los valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una capitis diminutio, y en su lugar triunfa lo inferior.

El hombre del pueblo suele o solía tener una sana capacidad admirativa. Cuando veía pasar una duquesa en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos transeúntes. Admira y goza el lujo, la prestancia, la belleza, como admiramos los oros y los rubíes con que solemniza su ocaso el Sol moribundo. ¿Quién es capaz de envidiar el áureo lujo del atardecer? El hombre del pueblo no se despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no mordía su pecho el venenoso "resentimiento". En los comienzos de la Revolución francesa una carbonera decía a una marquesa: "Señora, ahora las cosas van a andar al revés: yo iré en silla de manos y la señora llevará al carbón." Un abogadete "resentido" de los que hostigaban al pueblo hacia la revolución, hubiera corregido: "No, ciudadana: ahora vamos a ser todos carboneros."

Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas, y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta: ambicionan la declaración de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Cada día que tarde en realizarse esta irrealizable nivelación es una cruel jornada para esas criaturas "resentidas", que se saben fatalmente condenadas a formar la plebe moral e intelectual de nuestra especie. Cuando se quedan solas les llegan del propio corazón bocanadas de desdén para sí mismas. Es inútil que por medio de astucias inferiores consigan hacer papeles vistosos en la sociedad. El aparente triunfo social envenena más su interior, revelándoles el desequilibrio inestable de su vida, a toda hora amenazada de un justiciero derrumbamiento. Aparecen ante sus propios ojos como falsificadores de sí mismos, como monederos falsos de trágica especie, donde la moneda defraudada es la persona misma defraudadora.

Este estado de espíritu, empapado de ácidos corrosivos, se manifiesta tanto más en aquellos oficios donde la ficción de las cualidades ausentes es menos posible. ¿Hay nada tan triste como un escritor, un profesor o un político sin talento, sin finura sensitiva, mordidos por el íntimo fracaso, a cuanto cruza ante ellos irradiando perfección y sana estima de sí mismo?

Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos "opinión pública" y "democracia" no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas.

sábado, 23 de abril de 2016

Julio Meinvielle - De Lamennais a Maritain

De Lamennais a Maritain

Prefacio del autor:

El presente volumen contiene seis estudios y una conclusión, donde se examinan a la luz de los principios católicos, algunos aspectos de la filosofía social-política de Jacques Maritain. Decimos expresamente de la filosofía socialpolítica, porque si Maritain, que presenta sus posiciones como perfectamente compatibles con la fe católica, se limitara a analizar los hechos y orientaciones de la vida moderna sin erigirlas como norma de conducta, poco o nada debería la teología intervenir en sus disquisiciones. Pero Maritain elabora una nueva filosofía social-política; una nueva norma que ha de regular la actuación pública de los católicos en todo el mundo, si no quieren defraudar las esperanzas que en ellos ha puesto la “Nueva Cristiandad”, la nueva norma de convivencia universal humana que ha de moverlos y guiarlos como un “objetivo apto a ser querido plena e íntegramente, y a arrastrar eficazmente hacia sí, a finalizar eficazmente las energías humanas que tenderán hacia él de una manera tanto más viva cuanto la voluntad se lo propondrá en su integridad.

Como el juicio que surge del presente libro pudiera aparecer severo para el lector que no tenga presente la inmutabilidad de la Regla de Conducta que comporta la doctrina de la Iglesia, no ha de ser ocioso advertir que el punto vulnerable de toda novedad que quiera introducirse en la Iglesia radica precisamente en su novedad. La Iglesia es una vida; una vida de la inteligencia y una vida de la voluntad. Vida, cuya única fuente es el seno de la Deidad. La Iglesia vive de lo que ha recibido. De lo que ha recibido de Dios, por medio de Jesucristo, su divino Fundador, a través de los Apóstoles. Y la Iglesia ha recibido, en depósito, una única Doctrina, que no puede recibir nuevos aportes
después de la muerte del último Apóstol. La consigna sagrada e inviolable de la Iglesia es conservar con fidelidad el depósito que le ha sido confiado. Célebres los apremiantes consejos del Apóstol a su discípulo Timoteo: “¡Oh Timoteo! guarda el depósito de la fe que te he entregado, evitando las novedades profanas en las expresiones”. “Las cosas que de mí has oído delante de muchos testigos, confíalas a hombres fieles, que sean idóneos para enseñarlas también a otros”. Y celebérrimas las palabras del Apóstol a los Gálatas, cuando les dice: “Me maravillo cómo así tan de ligero abandonáis al que os llamó a la gracia de Jesucristo para seguir otro Evangelio, mas no es que haya otro Evangelio, sino que hay algunos, que os traen alborotados, y quieren trastornar el Evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo si posible fuera, os predique un evangelio diferente del que nosotros hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho y os lo repito, cualquiera que os anuncie un evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema”. Es pues consigna sagrada e inviolable guardar el depósito de la verdad divina, sin la más leve alteración. Pero esta divina Verdad no es simplemente para ser creída sino para ser practicada.

Y, ¿qué tiene que ver esto con Maritain?, preguntará el lector. Muchísimo, porque aquí radica todo el problema de la “Nueva Cristiandad” de Maritain. Maritain propone en su nueva cristiandad una norma práctica de acción social católica que es otra, esencialmente diversa, de la practicada en la Iglesia. Directa y primariamente no propone algo diverso para ser creído, sino algo diverso para ser practicado. Pero este algo diverso para ser practicado ha de suponer una concepción de la vida, también diversa para ser profesada. Porque velis nolis la acción del hombre dimana de lo que piensa. Luego si es algo diverso, si es otra cosa, introduce una novedad en el Sagrado Depósito de la Verdad Católica. Y aquí aparece la gravedad de la tentativa de Maritain. Porque como enseñan los teólogos, falsa doctrina en el estilo de la Escritura es llamada otra doctrina; por esto en el texto de San Pablo a los Gálatas, más arriba citado, se habla de otro Evangelio y San Pablo dice a Timoteo: “Bien sabes cómo al irme a Macedonia, te pedí que te quedaras en Éfeso, para que hicieses entender a ciertos sujetos que no enseñasen otra doctrina”, “ne aliter docerent”.

Y así Maritain, al introducir otra Regla de Conducta social católica, por las conexiones necesarias que lo especulativo tiene con lo práctico, y lo social con lo individual, ha de proponer otro Evangelio que el de Jesucristo.

El presente estudio que sólo abarca algunos aspectos más exteriores de las desviaciones que, a nuestro juicio, contiene la Nueva Cristiandad de Maritain, es preliminar de otros estudios en los que trataremos de indagar las raíces más hondas de donde arrancan las desviaciones de su filosofía.

Mientras tanto, queremos subrayar que la fulminante fama que las tesis maritainistas han obtenido en el mundo, traen al recuerdo aquellas palabras de San Agustín: “Mira sunt quae dicitis, nova sunt quae dicitis, falsa sunt quae dicitis”.

Admirable que las fuerzas de la revolución aplaudan universalmente el programa de la Nueva Cristiandad. Nuevo que por el camino de la Revolución, puedan los católicos instaurar la soberanía social de Jesucristo. Veamos entonces qué falsedad contiene esta Nueva Cristiandad.


Julio Meinvielle - El judío en el misterio de la Historia

El judío en el misterio de la Historia

Prólogo del autor:

No es posible disimular que el tema es del presente libro es sumamente difícil y sumamente apasionante. Difícil, porque el pueblo judío llena toda la historia de Dios y de los hombres. ¿Qué período de la historia se puede escribir sin mencionar a este pueblo? Sin mencionar a este pueblo glorificándolo o condenándolo, pero es forzoso hacer mención de él. Dos son los misterios de la historia, ha dicho un escritor judío: ¡Jesús es un misterio como Israel es un misterio! Y cuando ponéis juntos estos dos misterios, ¿queréis que os diga qué pasa? Hay un misterio más misterioso, él solo, que los otro dos! Apasionante, porque ¿quién puede sin ocuparse del judío sin un sentimiento de admiración o de desprecio, o de ambos a la vez? Pueblo que un día nos trajo a Cristo, pueblo que le rechazó, pueblo que se infiltra en medio de otros pueblos, no para convivir con ellos, sino para devorar insensiblemente su substancia; pueblo siempre dominado, pero pueblo lleno siempre de un deseo insolente de dominación.

Más apasionante aún ahora, porque este la dominación de este pueblo, aquí y en todas partes, va cada día siendo más efectiva. Porque los judíos dominan a nuestros gobiernos como los acreedores a sus deudores. Y esta dominación se hace sentir en la política internacional de los pueblos, en la política interna de los partidos, en la orientación económica de los países; esta dominación se hace sentir en los ministerios de Instrucción Pública, en los planes de enseñanza, en la formación de los maestros, en la mentalidad de los universitarios; el dominio judío se ejerce sobre la banca se y sobre los consorcios financieros, y todo el complicado mecanismo del oro, de las divisas, de los pagos, se desenvuelve irremediablemente bajo este poderoso dominio; los judíos dominan las agencias de información mundial, los rotativos, las revistas, los folletos, de suerte que la masa de gente va forjando su mentalidad de acuerdo a moldes judaicos; los judíos dominan en el amplio sector de las diversiones, y así ellos imponen las modas, controlan los lupanares, monopolizan el cine y las estaciones de radio, de modo que las costumbres de los cristianos se van modelando de acuerdo a sus imposiciones.

¿Dónde no domina el judío? Aquí, en nuestro país, ¿Qué punto vital hay de nuestra zona donde el judío no se esté beneficiando con lo mejor de nuestra riqueza, al mismo tiempo que está envenenando nuestro pueblo con lo más nefasto de las ideas y diversiones? Buenos Aires, esta gran Babilonia nos ofrece un ejemplo típico. Cada día es mayor su progreso, cada día es mayor también en ella el poder judaico. Los judíos controlan aquí nuestro dinero, nuestro trigo, nuestro maíz, nuestro lino, nuestras carnes, nuestro pan, nuestra leche, nuestras incipientes industrias, todo cuanto puede reportar utilidad, y al mismo tiempo son ellos quienes siembran y fomentan ideas disolventes contra nuestra Religión, contra nuestra Patria y contra nuestros Hogares; son ellos quienes fomentan el odio entre patrones y obreros cristianos, entre burgueses y proletarios; son ellos los más apasionados agentes del socialismo y del comunismo; son ellos los más poderosos capitalistas de cuanto dáncing y cabaret infecta la ciudad. Diríase que todo el dinero que nos arrebatan los judíos de la fertilidad de nuestro suelo y del trabajo de nuestros brazos, será luego invertido en envenenar nuestras inteligencias y corromper nuestros corazones.

Y lo que aquí observamos se observa en todo lugar y tiempo. Siempre e el judío, llevado por el frenesí de la dominación mundial, arrebata las riquezas de los pueblos y siembra la desolación. Dos mil años lleva en esta tarea, la tenacidad de su raza y ahora está a punto de lograr una efectiva dominación universal.

¡Y pensar que este pueblo proscrito, que sin asimilarse vive mezclado en medio de todos los pueblos, a través de las más diversas vicisitudes , siempre y en todas partes intacto, incorruptible, inconfundible, conspirando contra todos, es el linaje más grande de la tierra!

El linaje más grande, porque este linaje tiene una historia de 6.000 años. El linaje más grande porque de él tomó carnes el Cristo, Hijo de Dios vivo. Y bien, este pueblo que aquí y en todas partes, ahora y en los veinte siglos de civilización cristiana, llena todo a pesar de ser una infinitésima minoría, ¿qué origen tiene?, ¿cómo y por se perpetúa?, ¿qué suerte le cabe en la historia?, ¿qué actitud hay que tomar frente a él? He aquí lo que espero explicar en los capítulos siguientes. 

Explicar, digo, porque estas páginas pretenden ser una explicación del judío, y en este caso, la única posible, una explicación teológica. La Teología es la ciencia de los misterios os de de Dios. Los misterios de Dios son los juicios inescrutables del Altísimo que nos son conocidos cuando Él se digna manifestárnoslos. Sin su manifestación jamás podríamos ni vislumbrarlos. Ahora bien, el judío, como enseña la Teología católica, es objeto de una especialísima vocación de Dios. Sólo a la luz teológica puede explicarse el judío. Ni la psicología, ni las ciencias biológicas, ni aun las puras ciencias históricas, pueden explicar este problema del judío, problema universal y eterno, que llena la historia por sus tres dimensiones; problema que por su misma condición requiere una explicación universal y eterna, que valga hoy, ayer y siempre. Explicación que, como Dios, debe ser eterna, es decir, teológica.

¿Será menester advertir que estas lecciones, que tocan al vivo un problema candente, no están de suyo, destinadas a justificar la acción semita ni la antisemita? Ambos términos tienden a empeque- ñecer un problema más hondo y universal. En el problema judaico no es Sem contra Jafet quien lucha, sino Lucifer contra Jehová, el viejo Adán contra el nuevo Adán, la Serpiente contra la Virgen, Caín contra Abel, Ismael contra Isaac, Esaú contra Jacob, el Dragón contra Cristo. La Teología Católica, al mismo tiempo que derramará la luz sobre "el que misterio ambulante" que es todo judío, indicará las condiciones de convivencia entre judíos y cristianos, dos pueblos hermanos que han de vivir separados hasta que la misericordia de Dios disponga su reconciliación.

Buenos Aires, 1936
Julio Meinvielle


Julio Meinvielle - Entre la Iglesia y el Tercer Reich

Entre la Iglesia y el Tercer Reich


Prólogo del autor:

La magnitud tan desconcertante de los acontecimientos que se desarrollan en el mundo hace pensar, cada vez más seriamente, que estamos entrando en una época, en la cual los hombres, olvidándose de las diferencias accidentales que siempre los han dividido, como la nación, la clase, la lengua, se sientan divididos por algo más profundo y auténtico como es la sangre que corre por sus venas.

Se pudo creer hasta hace poco que la sangre corría tan mixturada en las actuales generaciones que era cosa completamente absurda clasificar por ella a los hombres. Sin embargo, yo mismo tuve oportunidad de poner en relieve, cómo hay un pueblo, el pueblo judío, en el cual desde hace 4000 mil años corre la sangre de su Padre Abrahán, y que se mantiene sin contaminarse y sin confundirse en medio de todos los pueblos. La raza judía, la sangre judía, el pueblo judío – dígase lo que se quiera para su gloria o para su vituperio – es inconfundible.

He aquí que es necesario llamar la atención ahora sobre la existencia de otro pueblo antiquísimo y grande, el pueblo germánico, que hoy en el siglo XX de la humanidad redimida, quiere levantar el poderío de su grandeza sobre la pureza incontaminada de su raza y de su sangre, buscando reconstituir lo germánico, lo ario, porque fuera de allí no puede existir nada bueno ni excelente.

Y si hay un problema judío, también se plantea ahora un problema germánico. De este problema quiero ocuparme aquí. Y no para estudiarle en toda su proyección histórica ni en todos sus aspectos sino tan solo, en algo profundo y esencial como es la posición que el pueblo germánico quiere tomar frente a Cristo.

Si Cristo ha dicho y lo ha realizado en los dos mil años de Cristianismo que "'no hay distinción de judío ni griego; ni de siervo ni libre; ni tampoco, de hombre ni mujer; porque todos vosotros sois una cosa en Jesucristo". (San Pablo a los Gálatas, III, 26) es evidente que ha de plantearse un problema angustioso dentro de Alemania, entre aquellos que no quieren conocer más grandeza que el poderío de su sangre y de su raza incontaminadas y aquellos otros que no quieren sino la grandeza de haber sido redimidos con la sangre de Jesucristo. Es evidente que ha de plantearse en Alemania una lucha, lucha gigantesca, la más tremenda quizás de su historia, entre la Alemania que quiere ser pagan, y la que quiere conservarse cristiana, entre la Iglesia y el Reich.

Julio Meinvielle


Ramiro Ledesma Ramos - Ideas sobre el Estado


Estas notas sobre el Estado parten de un hecho histórico: ahí está, vencido e inane ante nosotros, el concepto liberal-burgués del Estado, vigente en Europa como avanzada revolucionaria, es decir, como meta ilusionadora de pueblos, todo un larguísimo siglo de vida política.

Así, pues, esta convicción moderna, actual, de que son inservibles y absurdas las bases que informaban las instituciones políticas superiores de los grandes pueblos, nos sitúa en presencia de una formidable época subversiva. Se han desplomado las supuestas gruesas columnas que desde la Revolución francesa sostenían el mito de la eficacia y del progreso revolucionarios.

Hasta aquí, todos hemos vivido aceptando como normas para comprender el Estado, la existencia y vigencia del Estado, unas ideas cuya trayectoria precisa derivaba de los momentos mismos en que se incubaron el Estado liberal, la política constitucional moderna y el parlamentarismo. El Estado apareció entonces como un utensilio, una mera forma, un marco donde encuadrar la actividad nacional de un pueblo con objeto de lograr un funcionamiento cómodo. Estaba entonces presente un tipo de hombre, el burgués, que una vez rotas las vigencias tradicionales, los imperativos que la historia y el alma misma de cada pueblo imprimían a su futuro, se encargó de propagar un nuevo concepto de las instituciones públicas. Es el que ha permanecido hasta los aledaños de nuestra propia época, para convertirse ahora en el verdadero peso muerto, retardatario, que hoy cruje ante el vigor, la disciplina y el optimismo nacional, uniformado y rígido, de los nuevos jerarcas europeos.

El Estado liberal se asienta sobre una desconfianza y proclama una primacía monstruosa. Sus partidarios, los burgueses, buscaban instituciones para su servicio, preferían las que les permitiesen realizar mejor sus propios y peculiares intereses, ignorando desde luego, o señalándolos como secundarios, los que podemos denominar con pureza fines e intereses nacionales. Así el Estado, repito, venía a ser un mero utensilio, sin ligazón fundamental a nada que trascendiese al afán individualista de los supuestos ciudadanos. Todas las libertades frente al Estado eran, pues, lícitas, por lo menos de un modo teórico, ya que el Estado mismo era modificable, revisable en su más honda entraña, a cualquier hora del día parlamentario, sin sujeción ni respeto a compromisos tradicionales, incluso los sellados con la sangre, el heroísmo, la grandeza y el genio creador del propio pueblo en los siglos y años precedentes.

Nace el Estado liberal cuando triunfaba en Europa la cultura «racionalista». Una Constitución es, ante todo, un producto racional, que se nutre de ese peculiar optimismo que caracteriza a todo racionalista: el de estar seguro de la eficacia y el dominio, sobre toda realidad posible, de los productos legislativos de su mente. Y es que la vida nacional, el genio nacional, la auténtica vibración de los pueblos, era desconocida, ignorada, y se legislaba, se especulaba sobre el hombre, así en abstracto, sobre el individuo, y lo «nacional» –esta palabra sí circuló en tales períodos políticos, pero ahora veremos en qué erróneo sentido– era cuando más la totalidad, el grupo social, cosa de números, lo que luego se llamaría en la lucha de grupos y partidos la mayoría.

Y si el Estado era tan sólo un utensilio, pudo concebirse la posibilidad de montar algo así como una fábrica de tales objetos, de artefactos constitucionales, materia de exportación para los pueblos cuyo «atraso o mediocridad revolucionaria» impidiesen construirlos o realizarlos por sí. Todo el mundo sabe que el moralista inglés Bentham se prestaba de muy buena gana a hacer Constituciones de encargo, con destino a pueblos de las más varias latitudes.

La primera consecuencia de todo esto, el efecto inmediato y seguro del Estado liberal-parlamentario fue entregar a los grupos y partidos políticos la tarea de marcar en «cada hora» la ruta que seguir; y el hacer del Estado y de la vida nacional objeto de botín transitorio, sin fidelidad esencial a nada, originó todas las miserias políticas, todas las pugnas vergonzosas, todos los injuriosos atropellos sobre el cuerpo y el alma del genio nacional que pueden seguirse fácilmente en cualquier período de cualquier pueblo donde haya regido un Estado liberal-parlamentario.

En el último tercio del siglo XIX algo vino a perturbar la fácil y simple ideología política que informaba al Estado liberal. Fue el acontecimiento marxista, la presencia del marxismo. Con una nueva consigna revolucionaria y al hombro de un tipo humano totalmente distinto del que impulsó y realizó la Revolución francesa. El marxismo alumbró para el proletariado unas metas revolucionarias diferentes. Apartó a los obreros de las ideas de la burguesía liberal en cuanto a los fines, y sobre todo –lo que interesa destacar en estas notas rápidas que ahora hacemos– los hizo insolidarios, esto es, los orientó en una táctica política que dio en tierra con los artilugios liberales. Pues el marxismo proclamó la lucha de clases e introdujo la violencia en los pacíficos medios constitucionales que el Estado liberal presentaba precisamente como su mayor gloria: la tolerancia, la solidaridad de la discusión, la inclinación respetuosa ante la opinión de la mayoría, el compromiso de la lucha electoral como único camino para las disidencias, etc., etc. Todo este equilibrio mediocre es lo que hizo temblar el marxismo con su sola presencia. Los partidos obreros marxistas iban, sí, a las elecciones, pero no borraban de su encabezamiento la denominación de revolucionarios, no renunciaban a la actuación violenta, a la imposición coactiva de sus masas, burlando así la doctrina liberal ortodoxa, a la que se acogían sin embargo cuando les resultaba conveniente.

Durante la vigencia del Estado liberal, el marxismo era, pues, un luchador con ventaja. Y así resulta que terminó casi por imponerse. Ponía a su servicio todos los medios legales que la candidez liberal-parlamentaria proporcionaba a sus propagandas antinacionales, y además contaba con la eficacia rotunda que corresponde a todo partido que posee fachada y modos revolucionarios, que predica la subversión violenta para alumbrar «un mundo nuevo donde no haya injusticias ni dolores». He aquí el juego con ventaja del marxismo en su pugna con los demás grupos que practiquen en un Estado liberal, con un poco de sinceridad, sus convicciones y propagandas, o los que se recluyen en la farsa que emana de una red de caciques y de argucias abogadescas, o también los que utilicen una violencia transitoria sin raíz de ideales ni justificación ante la Patria. De todo esto, contra todo esto, el marxismo apareció invulnerable. Así aconteció que al filo de la guerra se impuso en Rusia y canalizó tales agitaciones e impulsos subversivos en otros pueblos, que su culminación produjo la presencia en escena de una nueva eficacia, de una táctica, de una resurrección del genio nacional de un pueblo, de un nuevo Estado, en fin, de tal cariz histórico, que tiene derecho a la máxima atención universal. Aludimos al fascismo italiano, hoy –en 1933– ya casi triunfante en su afán de alumbrar instituciones políticas nuevas. Entre ellas, al frente de ellas, el Estado fascista.

Ya no es, pues, para nosotros el Estado lo que era y representaba para la sociedad liberal-burguesa de nuestros abuelos, e incluso de nuestros padres. El hombre actual, y más aún mientras más joven sea, encuentra en el Estado un sentido diferente, lo vincula a nuevos valores y tareas, lo que significa la reintegración plena de su jerarquía a la sustancia nacional, a la expresión nacional que yace en la entraña de los grandes pueblos.

Estamos, pues, ahora, en presencia del Estado nacional. Su primera ejecutoria es batir al enemigo marxista con triunfal denuedo y despojo inteligente. Es decir, resucitando el culto de la Patria y reivindicando para sí la auténtica angustia social de nuestra época.

Para destruir la maraña de particularismos viciosos que un siglo de librecambio ideológico, de orgía partidista, había creado en torno al fecundo concepto del Estado, la política europea más reciente se ha servido de esta rotulación victoriosa: el partido único. Esto es, un partido totalitario interpreta por sí la vigorosa resurrección de la vida nacional, hasta entonces desconocida o injuriada por los partidos, y rechaza la colaboración de estos partidos, aniquila la base misma que servía de sustentáculo legal a los partidos, o sea el derecho a revisar el problema de la existencia nacional misma, y, por último, proclama e impone su propia dictadura. Y he aquí cómo esa inmediata contradicción de partido único, etapa imprescindible para el alumbramiento del Estado nacional, aparece resuelta en su transitoria faena polémica de destruir a los partidos, en su empírica y forzada utilidad como realizador estratégico de la revolución contra el orden antiguo. 

Ejemplos mundiales de esa ruta son hoy el partido fascista italiano y el nacional-socialismo alemán, entre los resucitadores y alentadores de la idea nacional contra la negación marxista, y el partido bolchevique ruso, como embestida ciega y catastrófica, pero con línea y espíritu peculiares de este siglo.

El Estado es ya para nosotros la suprema categoría. Porque o es la esencia misma de la Patria, el granito mismo de las supremas coincidencias que garantizan el rodar nacional en la historia, o es la pura nada. En el primer caso, el Estado es y debe ser una jerarquía inaccesible a la disidencia. La Nación en su plenitud de organismo histórico. Así, pues, son cada día más absurdos esos afanes de presentar Estado y Nación como algo diferente e incluso enemigo, como seres en pugna y defensa diaria, uno contra otro. Esa concepción, que nos resulta inexplicable advertir en plumas de carácter y sentido tradicionalista, es hija directa de los tópicos políticos que sirvieron de base al Estado liberal. Pues si Nación es el conjunto de «intereses y apetencias individuales que nutren y forman una sociedad», según estima el liberalismo, claro que hay y puede haber pugna entre ella y el Estado. Pero una Nación no es eso. Es un manojo de coincidencias superiores, trascendentes al individuo y a su destino, que representan un espíritu histórico. Es una Patria. Y la idea de Patria, el sentimiento humano de la Patria, es en los grandes pueblos un orbe imperial, algo que por su misma esencia rechaza la idea de un enemigo interior en sus recintos, de un disconforme, de un disidente. El Estado nacional se nutre, pues, de elementos indiscutibles, innegables. Su simbólica es la Unidad, la disciplina, el sacrificio y la fe militante en sus creaciones.

He aquí el Estado militante que perfila nuestro siglo. Su lógica y su justificación. Su batalla y su brío. Un Estado impetuoso y fuerte, que se acerca a las jerarquías absolutas. Y ahora conviene destruir otro tópico que nubla asimismo a algunos espíritus tradicionalistas. Se cree erróneamente que el Estado liberal-burgués es el Estado fuerte por excelencia, ya que aniquiló o sometió a su yugo a las corporaciones y gremios económicos. Pero no es esto. Su supuesta fuerza es una fuerza adventicia, de gendarmería, pero sin realidad alguna honda. Y este bagaje armado a su servicio reconoce, como señala Sorel, un origen pintoresco. Cada triunfo revolucionario demoliberal traía consigo un aumento de fuerza pública para consolidarse y una centralización –no unificación– frenética en las débiles manos de los gobiernos.

Estas notas sobre el Estado tienen un sentido tan actual que las da origen el acontecer político europeo de estos años, casi de estas horas. Pero no quiero dejar de insinuar un ejemplo vigoroso acerca de estos conceptos que hoy presiden las elaboraciones políticas más nuevas: el Estado español del siglo XVI. La arquitectura funcional del imperio católico de Felipe II. No se ha insistido en este antecedente –no en lo externo y superficial, sino en la eficacia creadora e incluso en la lógica autoritaria– directo del Estado fascista de Italia, romano de gesto y de fachada, pero con tendencia al vigor, la disciplina y el espíritu de unidad de cultura, de conciencia nacional, que caracterizaban al Estado español del siglo XVI.

No se trata, pues, de crear y dar nacimiento a nacionalidades de artificio, falsas, según el ejemplo balcánico o las normas que en Versalles presidieron el aniquilamiento de Centroeuropa y las que aquí manejan los deshacedores de la unidad española. Lo que aparece hoy como imperativo dramático que nos conduce al nuevo Estado, frente a las avanzadas rotundas y violentas del marxismo, es el grito de salvación nacional, de resurrección nacional que se advierte en los pueblos dotados de responsabilidad y de tradición fuerte, en los grandes pueblos creadores de historia.

Y hay otro elemento, otra columna fundamental del Estado. Es la angustia social que hoy domina con justicia a las masas. El nuevo orden económico entrega al Estado inexorablemente la plena función de presidir con decisión las peripecias de la pugna. Y sólo en nombre de unos fines nacionales, acudiendo a la primera raíz que suponen las coincidencias que han dado origen y vida nacional a una Patria, encuentra el Estado autoridad y justificación a sus designios. El nuevo orden corporativo tiende a servir, no éstos o los otros intereses de sentido particularista ni aun de clase, sino unos fines que trascienden a todo eso, fines de imperio, de marcha, de vida nacional plena. El marxismo encrespa hoy las clases con idéntica consecuencia subversiva y perturbadora que el liberalismo encrespó en rebeldía económica a los individuos. Pues bien, he aquí la tarea del Estado nacional, con su cortejo de atributos a los que no alcanza siquiera la posibilidad de que sean ignorados como justos: la jerarquía de fines, disciplinando los factores de la producción –no la producción como tal– y del consumo. Pues una economía es algo que no agota su sentido al producir riqueza a unos individuos o a unas clases. Son los suyos fines nacionales, que afectan a la existencia nacional en su base más honda. Tiene, pues, razón el nuevo Estado frente a la concepción liberal-burguesa y frente a la concepción marxista. (Esta última, etapa maldita –si bien por fortuna truncada– en el proceso de desnacionalización de la idea del Estado).

Y acontece que esos movimientos que surgen al paso del marxismo oponiéndole la autenticidad popular, la eficacia distributiva de sus economías y la decidida voluntad de resistir son ahora los que enarbolan en el mundo los mitos optimistas de la revolución. Se hacen hoy revoluciones para subvertir el orden liberal-burgués y aniquilar la oleada marxista. Los grupos nacionales son hoy, pues, los que manejan la iniciativa revolucionaria, los que practican en la etapa previa a la conquista del Estado la acción directa contra las organizaciones rojas. Y los que mantienen con pulso armado, en la etapa posterior al triunfo, el derecho a una cultura y a una dignidad nacionales. 

jueves, 21 de abril de 2016

Oswald Spengler - El hombre y la técnica

El hombre y la técnica

Prólogo del autor:

En las siguientes páginas expongo un pequeño número de pensamientos, que extraigo de una obra mayor, en la que trabajo desde hace años. Ha sido mi propósito tomar el punto de vista que en la Decadencia de Occidente apliqué exclusivamente al grupo de las culturas superiores y probarlo sobre el supuesto histórico de dichas culturas, o sea la historia del hombre desde su origen. En aquella obra hice la experiencia de que la mayor parte de los lectores no se hallan en situación de mantener la visión aplicada a toda la masa de los pensamientos; y por ello se pierden en las esferas particulares, que les son más familiares, viendo lo demás de soslayo o quedando incluso absolutamente ciegos para ello, por lo cual obtienen una falsa imagen, tanto de lo que yo decía como de aquello sobre lo cual lo decía, desde luego, convencido de que para comprender el destino del hombre hace falta considerar comparativamente todas las esferas de su actuación al mismo tiempo y no cometer el error de partir exclusivamente de la política, de la religión o del arte, para iluminar aspectos particulares de su existencia, en la creencia de haber descubierto con ello todo. Sin embargo, me aventuro a ofrecer aquí un pequeño número de problemas que en sí mismos están conexionados, y, por lo tanto, son apropiados para dar una impresión provisional del gran misterio del destino humano.

Oswald Spengler


Julius Evola - Aceptar y entender


Un interesante campo, para quien observe con la debida distancia a la civilización contemporánea, se refiere a la manera como resulta ‘fabricada’ la así llamada opinión pública, esta presunta soberana del mundo de las democracias, así como también el misterio que se esconde detrás del éxito de ésta o de aquella teoría, a través del eco que suscita una u otra de las consignas hoy en boga. Ya al usar en el primer caso el término ‘fabricar’, hemos querido significar que tales procesos en gran parte no son ‘espontáneos’ o determinados por factores contingentes. En especial en lo referente a los ejemplos más importantes podemos decir que los mismos son provocados o dirigidos por medio de oportunas sugestiones o por acciones efectuadas, por así decirlo, por detrás de los bastidores.

Pero además de este dominio que tiene relación sobre todo con el mundo de la política y de las ideas o de las ideologías predominantes, entra aquí en cuestión, para el mencionado estudio, un dominio menor, referido al arte, a la cultura y a la literatura. También aquí quien es capaz de una mirada distanciada no puede no ser impactado por el papel que cumplen los factores irracionales y las corrientes en gran medida fabricadas por la moda, por el gusto y el interés. Es en los tiempos modernos que, por efecto de todo aquello que ha sido considerado como la apertura y difusión de la cultura, este fenómeno ha tenido un carácter esencial, lo cual por lo demás es natural: es una consecuencia por un lado del incremento de los órganos de información y de difusión en manos de camarillas de críticos y de intelectuales, por la otra, justamente por el acrecentamiento democrático del público, mucho más allá de los restringidos círculos más calificados de aquellos que anteriormente disfrutaban verdaderamente de los bienes de la cultura y del arte.

Para considerar el estado actual de las cosas en el uno y el otro de los dos dominios mencionados, no se pude no sonreír por las extravagancias de aquellos para los cuales la humanidad moderna sería aquella que por fin habría arribado intelectualmente a la mayoría de edad y a la capacidad de juzgar por sí misma. La verdad es en cambio que raramente un grado semejante de pasividad, de labilidad y de influenciabilidad se ha jamás registrado en nuestra historia. Comenzando por un fenómeno muy típico de nuestros días cual es el increíble dominio que tiene la publicidad y la existencia en función de la misma de una verdadera y propia ciencia de base psicoanalítica (la MR = motivational research) usada en Norteamérica para influir sobre la parte inconsciente, afectiva e irracional del público y de las masas. Usada primeramente para la venta de productos, se ha podido notar que estas mismas técnicas se han ido utilizando también para el ‘lanzamiento’ de una novela o de un actor y en una campaña presidencial, sin rasgos muy distintos de lo que podría emplearse para promocionar un dentífrico o un electrodoméstico. Que este fenómeno y estas técnicas, que tienen como presupuesto para su éxito una pasividad que arriba incluso a la credulidad y sugestión infantil, sean típicos de la ‘civilización-guía’ que se encuentra a la cabeza del ‘progreso democrático’, es decir de América US, es todo esto también algo natural y significativo.

Pero deteniéndonos un instante en el campo del arte, en especial en sus variedades modernas, vemos aquí una contraparte irracional de su éxito y fama, aun en el caso de obras y de corrientes notabilísimas que tienen una aceptación indiscutida.

Un ejemplo entre los tantos. Hace muy poco tuvo lugar un concierto de música exclusivamente atonal y dodecafónica en un gran teatro a precios altísimos y con un agotamiento total de localidades. No cuestionamos aquí el significado de tal música: la misma lo pudo tener en sus orígenes, como señal de un determinado clima espiritual, y puede conservarlo aun para un muy restringido público especializado. Lo cierto es que entre todos los que presenciaban tal concierto con seguridad ni un 10% de los presentes estaba en condiciones de vivir tal música, salvo que como un fastidioso conjunto de ruidos. El 90% restante habría tenido que admitirlo, si hubiese sido sincero consigo mismo, en vez de dar a entender que le gustaba y que la entendía para demostrar encontrarse à la page.

Ni qué decir de ciertas novelas. Es increíble todo lo que se traduce en italiano, sobre todo del anglosajón. La producción es aluvional en el seno de grandes editoriales como Mondadori, Rizzoli o Bompiani. Aquí la falta de discriminación resulta impresionante. Pero ello significa que si libros de tal tipo son traducidos e impresos, los mismos son leídos. Por lo cual hay que preguntarse nuevamente qué es lo que impulsa al lector corriente a comprarlos, en todos los numerosísimos casos en los cuales no son ni siquiera algo artístico, ni tampoco se trata de temas excitantes o morbosos, sino simplemente estúpidos, banales, aburridos, ligados a pequeños ambientes y a mediocres figuras de más allá del océano, que el italiano debería considerar como ajenos a él y privados de cualquier interés.

Personalmente iremos más lejos todavía. Por ejemplo no tenemos dificultad en confesar que no logramos terminar nunca la lectura del famoso Ulises de Joyce (como tampoco lo pudimos hacer con la Montaña encantada de T. Mann) y que hemos decididamente cerrado los libros de Faulkner cuando se ha sentido autorizado a dejar a un lado cualquier forma sensata de expresión en la narrativa, de escribir frases sin signos de puntuación que se desarrollan por páginas enteras, y así sucesivamente. Un público consciente y activo, con un preciso rechazo, habría hecho perderle las ganas a una praxis semejante.

La función más deletérea en todo esto la tiene la "crítica", verdadero flagelo del mundo cultural actual. Es ella la que marca lo bueno y lo malo a través de la ‘gran prensa’, rodeada por mentes pequeñas y por un público bovino. Aquí alguien ha hecho recordar oportunamente la historia de Til Eulenspiegel, cuando fue contratado como pintor por la corte de un rey. Él presentó telas en blanco diciendo que, en razón de un sortilegio, solamente aquellos que no habían tenido un nacimiento honesto no habrían visto nada. La consecuencia fue que todos se entregaron a admirar y a comentar aquellas telas en blanco. Es así como las cosas hoy se encuentran en la mayoría de los casos. Y si alguien protesta en nombre de la verdad y de la inteligencia, enseguida se lo acusará de ‘no entender’, casi como si ‘aceptar’ y ‘entender’ fuesen una misma cosa, casi como si no se pudiese rechazar una obra no ya porque no se la entiende, sino justamente porque como se la entiende uno se rebela a las cábalas de la ‘crítica’ y de todos aquellos que se le someten en buena o mala fe.

Dado que Picasso no era alguien carente de buen humor, seguramente podría ser verdadera esta pequeña anécdota. Picasso habría donado un cuadro suyo a una persona respecto de la cual se sentía en deuda. Pero luego de habérselo dado se percató de que no lo había firmado y entonces fue que dijo: "Espere un momento que lo firmo, pues de lo contrario no valdría nada, pues cualquiera lo podría haber hecho".

Ayer las cosas se desarrollaban de manera muy distinta en este campo. Que aquello que antes era pertinencia de un arte de excepción, representado como tal y apreciado por pocos, y rechazado en cambio por los más, hoy se ha convertido en cambio en una moda, ello es una señal indubitable de un conformismo nuevo y peor del anterior, dado que en esto estaban por lo menos en juego algunos factores y valores tradicionales; y señala en cambio el poder de los procesos artificiales y de comercialización de ‘fabricación’ de las reputaciones, en el marco de una fundamental carencia de sinceridad y fatuidad.

miércoles, 20 de abril de 2016

Oswald Spengler - La decadencia de Occidente

La decadencia de Occidente
Bosquejo de una morfología 
de la historia universal

Prólogo de la primera edición alemana:

Este libro, resultado de tres años de labor, estaba ya terminado en su primera redacción cuando estalló la gran guerra. Hasta la primavera de 1917 seguí corrigiéndolo, añadiendo detalles y aclarando algunas de sus partes. Las coyunturas tan extraordinarias de estos últimos tiempos han ido demorando su publicación.

Aun cuando trata de una filosofía general de la historia, constituye, sin embargo, un comentario, en sentido profundo, a la gran época bajo cuyo signo hanse formado sus ideas directrices.

El título, decidido desde 1912, designa con estricta terminología, y correspondiendo a la decadencia u ocaso de la «antigüedad», una fase de la historia universal que comprende varios siglos y en cuyos comienzos nos encontramos al presente.

Los acontecimientos han confirmado mucho y no han refutado nada de lo que digo. Más bien han revelado que estas ideas tenían que surgir precisamente ahora y en Alemania, y que la guerra misma era uno de los supuestos necesarios para que se llegase a predecir en sus menores rasgos la nueva imagen del mundo.

Trátase, en efecto, según mi convicción, no de una filosofía más, como hay tantas posibles, fundadas y justificadas sólo por la lógica, sino de la filosofía de nuestro tiempo, filosofía en cierta manera espontánea y presentida confusamente por todos. Puedo decir esto sin presunción. Una idea históricamente necesaria, una idea que no cae en una época, sino que hace época, es sólo en sentido limitado propiedad de quien la engendra. Pertenece al tiempo; actúa inconsciente en el pensamiento de todos, y sólo su concepción personal, contingente, sin la cual no sería posible ninguna filosofía, es, con sus flaquezas y sus ventajas, lo que constituye el sino—y la buena fortuna—de un individuo.

Réstame únicamente expresar el deseo de que este libro no desmerezca por completo de los esfuerzos militares de Alemania.

Múnich, diciembre de 1917
Oswald Spengler


Julius Evola - Cabalgar el tigre

Cabalgar el tigre

Esta obra fue escrita para unos pocos, para una muy pequeña minoría. De aquellos que, a pesar de estar en absoluta antítesis con el mundo moderno, sin embargo deciden vivir en él y tratan ante el mismo de hacer de modo tal que "aquello contra lo cual nada se puede, no pueda nada en contra nuestro" y en segundo lugar, ante los fenómenos destructivos, como los antiguos alquimistas, "ser capaz de convertir el veneno en remedio, el plomo en oro", y que finalmente, siguiéndolo a Nietzsche, puedan también afirmar con orgullo que "aquello que no me destruye sirve por el contrario para hacerme más fuerte".


martes, 19 de abril de 2016

Ramiro Ledesma Ramos - Sobre un libro político de Ortega y Gasset


Cuando un filósofo se acerca a las cosas, a los hechos, actúa muy frecuentemente de corruptor. Le ofrece unas categorías magnas, que los pobres hechos nunca sospecharon, y aceptan con fácil servidumbre el imperio de la idea. Es la eterna polémica en torno a la imposible objetividad de toda Filosofía de la Historia. Nosotros, no obstante, creemos que esa es la única Historia posible. Ahora bien, la Política no es una disciplina investigadora, sino una acción. Si el filósofo se ciñe a los hechos actuales y les somete a una soberanía sistemática, entonces es cuando tiene lugar la corrupción de que hablamos antes. Se verifica el gran fraude de la realidad, destruyendo así la palpitación política, que es acción directa sobre los hechos vírgenes. De ahí que el político tenga algo de primitivo, y aun de bárbaro. Y que desoriente a los filósofos alguno de sus rápidos virajes.

Don José Ortega y Gasset, mi gran maestro de Filosofía, es un escritor de la máxima solvencia filosófica. Creo –yo, que conozco bien este aspecto suyo– que es antes que nada filósofo, y de los de primer rango de una época. Los españoles semicultos poseen tal incapacidad para la percepción de los valores filosóficos, que le niegan de plano ese carácter, y, en cambio, le reconocen valores de otra índole. Siempre he defendido a este maestro mío frente a esos juicios malévolos, que al adscribirle un exclusivo y gigantesco sentido literario buscaban un indudable efecto peyorativo.

Pero hoy no se trata de considerar o comentar un libro filosófico de Ortega, sino un libro político, La redención de las provincias (1931). Nadie puede ignorar la rectitud meditadora que preside a los ensayos políticos de Ortega. En este terreno de la política me separan de él hondísimas discrepancias, que debo exponer con toda lealtad. Su libro contiene críticas exactas de todo ese tinglado artificioso que se llamó vieja política. El análisis de la Constitución canovista, el proceso de la descomposición interna del viejo Estado, a base de ósmosis y endósmosis curiosas entre el Poder central y el ruralismo cacique, es pulcro y preciso. Se trata del próximo pasado nacional, de la política de los últimos treinta años, que el filósofo aprehende con facilidad suma.

Ahora bien: Ortega adopta luego su índice político y se mezcla a la polémica diaria del presente. Aquí ya el timón falla, y surgen de un lado contradicciones, de otro infidelidades al espíritu de nuestra época. Se da muy bien cuenta, sí, del supremo carácter que debe informar una política de altura. Por eso es magnífica la apreciación siguiente: «Se disputa sobre formas del Estado, como tal y sin más; pero no se nos insinúa qué vamos a hacer con ese Estado, qué gran tarea histórica debemos emprender.» (pág. 40.) Y más adelante: »Una política que no contiene un proyecto de grandes realizaciones históricas queda reducida a la cuestión formal de gobernar, en el sentido menor del vocablo, a la cuestión de ejercer el Poder público.» Exacto. En estos dos párrafos está, sin embargo, escondida la fuente radical de discrepancia política que nos separa de Ortega.

Ortega y Gasset no ha conseguido desprenderse en política del viejo concepto de Estado. Se mueve en el orden de ideas roussonianas y de la Revolución francesa, según las cuales el Estado es pura y simplemente una institución al servicio de la nación, del pueblo. Un instrumento útil, algo sobrepuesto de que la nación se sirve. Ese era, en efecto, el Estado liberal burgués, vigente en el mundo durante todo el siglo XIX. Hasta la Gran guerra. Todo eso se halla hoy rotundanente superado. El Estado es más bien la base misma del pueblo, se identifica con el pueblo, y no es un mero auxiliar del pueblo para realizar sus hazañas históricas. Gracias al Estado, hoy se comprende que los pueblos consigan una acción colectiva de volumen histórico. Al idear, por tanto, una política, mejor dicho, al realizar una política, es indispensable que preceda ese período creador de un pueblo en que éste se torne un Estado, obtenga de sí mismo una orden de marcha. El Estado no es, pues, un marco externo que se le coloca a un pueblo desde fuera, sino algo que nace de él, se nutre de él y sólo en él tiene sentido. El Estado liberal burgués se fabrica en serie y los pueblos lo adoptaron en su día en forma de Constituciones, dictadas asimismo en serie. Recuérdese cómo el sociólogo y moralista inglés Bentham escribía constituciones de encargo, según se le hacían los pedidos.

Frente a todo eso triunfa hoy en el mundo el nuevo Estado, cuyo precursor ideológico más pulcro es Hegel. El Estado es ya eso que hace posible el que un pueblo entre en la Historia y lleve a efecto grandes cosas. Pueblo y Estado son algo indisoluble, fundido, cuyo nombre es todo un designio gigantesco. No es ya un tinglado artificioso que un pueblo se pone y se quita como si se tratase de un vestido.

En el libro de Ortega, igual que en todos sus escritos de política, se advierte la filiación ideológica del viejo Estado, que le impide penetrar en los nuevos tiempos. No le basta su destreza y su gran talento. El vicio es radical y anega el resto de virtudes. Es lástima, porque si hay en España alguna mente ágil, con soltura y elegancia para hacernos la disección de los fenómenos políticos, es la de Ortega. ¡Qué estudios hubiera podido escribir sobre el férreo Estado soviético, o bien sobre la musculatura del Estado fascista!

Artículo publicado en el número 8 de la revista
"La Conquista del Estado" (Mayo de 1931)

Julius Evola - Americanismo y bolchevismo

Americanismo y bolchevismo

Una antigua leyenda que circulaba entre los campesinos rusos mucho antes de la revolución, anunció la llegada de un tiempo, en el cual reinaría una "Bestia sin Nombre"... sin nombre, porque estaría compuesta por una multitud innumerable.

Aquel tiempo, parece que se acerca. Existe una gran sombra que desde las fronteras de oriente y occidente se cierne sobre nuestras razas y sobre nuestras tradiciones y está acompañada del presentimiento confuso de que algo está a punto de acabar; esto se traduce también en distintas imágenes extrañas que aparecen incluso en las mentes equilibradas, y entre las cuales destaca el tema del "Ocaso" de Occidente.

En efecto, algo nuevo está afirmándose en el seno de nuestra cultura y el símbolo que mejor lo define es el de la "Bestia sin Nombre". Dos realidades, precisas e inequívocas, la anuncian en el mundo moderno.

En Oriente, es Rusia.

En Occidente, es América.

Dos formas, dos polos de un peligro que, como las dos pinzas de una única tenaza, empiezan a cerrarse lentamente alrededor del núcleo de nuestra Europa.